LOS “PIRATAS” DE LA COSTA
Aproximación a un mito
Dos cosas
permanecen estables en la costa de Níjar desde el principio de los
tiempos: la baja densidad de población y su situación respecto al
norte de África. Ambos factores tienen una gran influencia en el
devenir histórico de esta esquina, y, en consecuencia, contribuyen a
explicarlo.
De un tiempo a
esta parte, en el relato de la identidad de este sitio vienen
apareciendo unos supuestos piratas, que se están convirtiendo así
en protagonistas de una historia paralela a la real.
Convencido como
estoy de que nunca ha habido más piratas en la costa de Níjar que
en la actualidad, me propongo en estas líneas aportar información,
documentación y también puntos de vista sobre una historia real,
mucho más fascinante, a mi parecer, que los delirios con los que se
está construyendo el relato de nuestra identidad contemporánea.
No pretendo aquí
cambiar la cosmovisión de nadie: la figura romántica, literaria y
cinematográfica del pirata tiene un simbolismo complejo, pero encaja
bien con una tierra donde la presencia del orden y la ley siempre ha
sido tenue. Esta tierra fronteriza sin territorio es un buen
escenario para cosmovisiones alternativas y para ensoñaciones
libertarias y antisistema, que me parecen tan respetables como
cercanas. Pero preferiría que estas cosmovisiones fueran producto de
una decisión libre, y no una manifestación de pura desorientación.
Es conveniente
anotar que esa desorientación no es solo fruto de una falta de
documentación. Contrastados investigadores y auténticos
conocedores, al sucumbir a una especie de tentación comunicativa,
han contribuido significativamente a los orígenes y afianzamiento
del mito pirático. Es preciso destacar en ese capítulo al padre
Tapia, archivero que fue de la catedral de Almería y prolífico
autor que contribuyó a rellenar el vacío historiográfico que
sufría Almería a finales de la década de los'70 del XX. Me siento
en deuda con él, por lo mucho que disfruté de su “Almería piedra
a piedra” y su monumental “Historia General de Almería y
Provincia”, en los ya remotos tiempos en los que me adentraba en la
pasión por el conocimiento de mi tierra. José Ángel Tapia Garrido
publicó en 1972 en la Revista de Historia Militar (núm. 32, pgs
73-103) un artículo titulado: “La costa de los piratas”. Aunque
en el texto del artículo la cosa aparece mucho más contrastada, en
la elección del título queda patente la querencia del autor por
categorías que nos parecen tan actuales como el “impacto”, o
cómo captar la atención del lector.
Este escrito se
organiza en dos bloques. En el primero, haré un repaso por los
acontecimientos históricos de los que se nutre el relato pirático.
En la segunda, analizaré los principales hitos de la presencia de la
simbología pirática en la construcción de la identidad
contemporánea de la costa de Níjar.
A. QUÉ NOS
CUENTA LA HISTORIA
1. El corso turco-berberisco
El
primer antecedente que encontramos de actividades que podrían
encajar en la categoría de “piratería” se remonta al siglo XII.
Tras el desmembramiento del califato de Córdoba, la taifa o reino de
Almería, que había sido base naval de la flota califal, se
encuentra con un gran número de embarcaciones y tripulaciones
desconectadas de los motivos históricos por los que se habían
constituido. Al parecer, o al menos eso nos cuenta el Poema de
Almería (parte final de la Chronica
Adefonsis Emperatoris),
los marinos almerienses se dedicaron a interferir en las rutas
comerciales impulsadas por catalanes, genoveses y pisanos. Su alianza
con la corona de Castilla, en época de cruzadas, provoca la toma de
la ciudad de Almería a los almorávides en 1147. Los almohades la
recuperan en 1157. La finalidad de debilitar esa base naval se había
cumplido.
Pero
fue el final del proceso conocido como “Reconquista” el que sentó
las bases geopolíticas de un escenario de guerra difusa que se
extiende desde el XVI hasta finales del XVIII, en el que cabe
entender el origen del mito pirático. Almería, y muy especialmente
la zona litoral de la sierra de Cabo de Gata, se convierten en
“frontera de moros”.
Es
en el contexto de guerra difusa entre las coronas hispánicas y el
imperio otomano, que había extendido su influencia en el Magreb, en
el que hay que entender las hostilidades de todo tipo que se
desarrollan entre ambas orillas. Es también ese contexto el que nos
permite proponer aquí que las incursiones, razzias
y secuestros, tan frecuentes en la época, encajarían con mayor
rigor en la categoría de corso,
y no en la de piratería.
La piratería es una actividad delictiva llevada a cabo por la
iniciativa individual de los criminales, y perseguible en cualquier
contexto jurídico nacional. El corso
es una actividad hostil, alentada o impulsada por una autoridad
legítima en un escenario bélico.
Dos aspectos pueden contribuir a esclarecer las
claves de esta época tumultuosa.
El primero es que a la narración de los
piratas norteafricanos que hostigan nuestras costas, se puede
contraponer el hecho de que, con frecuencia, los supuestos piratas
eran moriscos almerienses recien expulsados (tras la conquista del
reino de Granada, tras el fin de la guerra de las Alpujarras, o tras
el decreto de expulsión definitiva de 1609), mientras que quienes
defendían nuestras costas eran los castellanos recien aterrizados,
con evidentes dificultades para controlar una costa tan escarpada
como poco poblada y conocida.
El
segundo aspecto es que durante ese dilatado periodo de confrontación
geopolítica entre las dos orillas, la convivencia tuvo tanto espacio
como el conflicto. Los habitantes y navegantes de este sector del
Mediterráneo Occidental a menudo cooperaban, comerciaban y
convivían. Una lengua transaccional, la lingua
franca,
una especie de esperanto regional, compuesto por voces castellanas,
catalanas, italianas y bereberes, facilitaba los contactos. El
continuo canje de cautivos entre las dos orillas permitió el
florecimiento de algunos oficios de frontera, como el de los
alfaqueques, especializados en la negociación para la liberación de
cautivos, mediante el intercambio o el pago de distintas cantidades.
2. Unos alumbres penalizados por la
inseguridad (y por la competencia)
En 1509, la
reina Juana (la loca) firmó la concesión para la explotación de
los alumbres de Rodalquilar (y los del resto del Obispado de Almería)
a favor de Francisco de Vargas y Medina, a la sazón Tesorero Mayor
de Castilla. Vargas, consciente de la exposición al “enfrente”
africano y del riesgo de la explotación de un producto codiciado en
la época en lugar tan aislado, creó un poblado fortificado,
conocido como Los Alumbres de Rodalquilar, primer núcleo de
población de entidad en este valle.
Para su mejor defensa, construyó
también la Torre de los Alumbres, una magnífica fortificación de
cantería con una cerca cuadrilobulada, muy del gusto renacentista de
la época. Hoy se encuentra en un penoso estado de abandono y
deterioro, pero sigue siendo el único resto emergente de lo que fué
aquel poblado-factoría, que está pidiendo a gritos una
recuperación histórica. Dicha recuperación vendrá, con toda
probabilidad, del trabajo de comprometidos investigadores como
Francisco Hernández Ortiz, Antonio Muñoz Buendía o Antonio Gil
Albarracín, que se ocupan con acierto de esta época y actividad.
El
caso es que, a pesar de la fortificación del poblado, la actividad
de la factoría de alumbre se vió interrumpida por un ataque
norteafricano en 1520. No se retomará la actividad hasta 1565. Por
lo que sabemos del contexto competitivo entre los tenedores de
derechos concesionales sobre el alumbre, no sería descartable,
siquiera como hipótesis, que el ataque berberisco de 1520 estuviera
de alguna manera alentado por la competencia.
3. El “moro” de la Isleta
Desde mi más
temprana juventud, estoy enamorado de la Isleta (y quién no,
pensarán los innumerables devotos de tan maravilloso lugar). Mi
instinto de geógrafo me ha hecho preguntarme por el origen del
nombre de los sitios, y muy especialmente, de los sitios a los que
quiero. ¿Quién era ese “moro” al que se refiere el nombre de la
localidad? ¿Era Mohamed Arraez, tal como aparece en algunas
cartografías y en la rotulación de alguna calle en el pueblo?. Un
“arráez” es un capitán de almadraba (o de algunas
embarcaciones), y en esta zona se ancla un arte de pesca similar a la
almadraba, conocido como “moruna”, que sirve para capturar
distintas especies, entre las que destaca la lecha, una especie a la que
se podría considerar la reina de la gastronomía local.
Esas eran las coordenadas de una certeza siempre provisional, hasta
que tuve ocasión de leer un estupendo artículo de Francisco Velasco
Hernández, titulado “La razzia del corsario Morato Arráez
en la costa murciana en agosto de 1602”, publicado en el número
125 de la revista “MVRGETANA” en 2011, págs. 83-102. En dicho
artículo, el especialista en Historia Moderna aporta unas muy
interesantes y documentadas informaciones sobre el personaje (Murat
Reis, castellanizado como Morato Arráez) en su expedición de 1602,
y deja claro que su actividad como corsario obedecía a las
instrucciones de las autoridades argelinas, y a su deseo de “tomar
lengua” (obtener información) de los movimientos de la flota
española.
En el artículo queda constancia, además, de la
frecuencia con la que Murat Reis aparecía en su tramo de costa
favorito, el que va desde el cabo de Gata al de la Nao, entre 1584 y
1605. Ese Morato Arráez podría ser, cabalmente, el moro de la
Isleta. La sospecha acabó alcanzando la categoría de hipótesis
bien fundada a través de otras fuentes. En las relaciones que
redacta el Marqués de Valdecañas en 1739 para sugerir
emplazamientos para la ubicación de las baterías costeras, señala
que la de Escullos podría situarse también en el “islote grande
de Amurate Arráez” (citado en el monumental volumen recopilado por
Antonio Gil Albarracín “Documentos sobre la defensa de la costa
del Reino de Granada (1497-1857)”, publicado en 2004. Pg. 282).
En
el mapa de Joseph Espelius, de 1759, que ilustra la provincia de
Marina de Almería (Biblioteca Nacional-M. XLII/36) puede leerse,
entre los topónimos costeros “Ysleta de Moratarraez”.
Seguramente hemos dado con el “moro” de la Isleta: un corsario.
4. Unas baterías costeras que
nacieron (o se renovaron) tardíamente
Durante
el año 1984, tuve ocasión de procurar una primera ordenación del
archivo histórico municipal de Níjar, que se encontraba en un
estado calamitoso. Durante esas labores, encontré, y estudié en
profundidad, un ejemplar del “Reglamento que su Magestad manda
observar a las diferentes clases destinadas a el servicio de la Costa
del Reyno de Granada (1764)”. Recuerdo perfectamente cómo llamó
mi atención el preámbulo de dicho Reglamento, que comenzaba “EL
REY. Informado de los repetidos insultos que padece la Costa del
Reyno de Granada, por las frequentes correrías de los Corsarios,
y de lo que dificulta el Comercio interior, y exterior el recelo de
los que se emplean tanto en las Embarcaciones menores, como en el
cultivo de los campos...”.
El extraordinario placer que me produjo la detenida lectura de dicho
documento está hoy al alcance de todos por la publicación del facsímil del mismo en la obra citada de Gil Albarracín (“Documentos
sobre la defensa...).
Gracias al minucioso trabajo del historiador,
en dicha publicación se da acceso a la copiosa documentación que se
generó a lo largo de tres siglos y medio de afán defensivo de
nuestra costa y de la de todo el reino de Granada. Para la puesta en
práctica de lo que se regulaba en el Reglamento, se aprobó un Plan
General de Obras, que incluía la renovación de fortificaciones que
llevaban siglos en funcionamiento (San José, San Francisco o San
Pedro), así como la construcción de otras nuevas (San Felipe en
Escullos o San Ramón en Rodalquilar). Esta última batería, también
llamada de Santiago, acabó de construirse en 1768. La de Escullos,
en 1774. La rehabilitación de la de San José concluyó en 1769,
mientras que la de San Pedro lo hizo en 1773. Por azares de la
historia, en 1775 se firmó en Argel un tratado de paz que acababa
con casi tres siglos de inestabilidad y de hostilidades entre las dos
orillas: la construcción de las nuevas defensas costeras y la
adaptación de las existentes con anterioridad, habían sido en vano.
Pero encontramos la prueba más concluyente de que lo que sufrimos en
nuestras costas y mar era corso,
y no piratería: las hostilidades cesaron con la paz de Argel.
A principios del
s. XIX diferentes informes dan cuenta del estado de abandono y
deterioro de las fortificaciones. El siglo antepasado iba a conocer
otras pintorescas actividades náutico-comerciales, como las del
contrabando de tabaco y otras mercancías desde Gibraltar. Pero esa
es otra historia.
B. LOS
“PIRATAS” CONTEMPORÁNEOS
1. El desembarco pirata
Desde hace unos
años se celebra en la localidad de San José un evento conocido como
“desembarco pirata”. Respecto a dicha celebración tengo una
actitud dual y, por qué no reconocerlo, un poco contradictoria. Por
una parte, cuenta con toda mi simpatía y mi agrado, al ver cómo una
sociedad en construcción genera sus propios rituales, que están
llamados a ser un potente elemento de cohesión. Por otra, lamento
que la falta de documentación generalizada quede reflejada también
en este evento, que, de una manera inadvertida, contribuye a cimentar
una visión poco contrastada de la historia, con fuertes componentes
maniqueos y supremacistas. Una visión especialmente desafortunada es
unos momentos en que la asimetría en el desarrollo económico y
social entre las dos orillas genera unos flujos migratorios que
constituyen un trasunto trágico del espíritu lúdico de la
celebración.
2. El bar de Jo
Seguramente
quien más ha contribuido al auge de la simbología pirática en las
últimas décadas ha sido el establecimiento conocido como “bar de
Jo”, un atractivo e insólito recinto junto a la rambla de Escullos
que acabó convirtiéndose en un referente de la vida nocturna de
este espacio geográfico. Actualmente está cerrado, como
consecuencia de que la ética pirata (si es que la expresión es
posible) no inspiraba solo la escenografía y filosofía del sitio,
sino también su relación con las Administraciones Públicas. El
añorado bar de Jo era un lugar especial, donde podía escenificarse
una actitud ante la vida que conectaba con el espíritu de una zona
singular y fronteriza, y que había contado con unos estupendos
antecedentes, como El Chamán, El Pez Rojo o la Haima de Escullos,
con quien convivió durante bastantes años. Ese espíritu
alternativo, común a los pioneros del renacimiento de este espacio,
quedaba aquí subrayado por la simbología pirata del logo del
establecimiento, presente como pegatina en un montón de vehículos,
entre los que se cuenta el mio. No creo necesario insistir aquí
sobre mi aprecio por este lugar, que, sin embargo, asistió -como
todos los “dolientes”- al proceso de enajenación y
desbordamiento que viene sufriendo esta costa en las últimas décadas
y del que, a última hora, se constituyó en uno de sus exponentes.
3. El “pirata del Caribe” del
Plan Turístico de Níjar
Llevo bastantes
años dedicándome a la planificación turística, con un enfoque que
se orienta a la clarificación del significado del paisaje y la
historia territorial de cada zona. En mis distintas aportaciones, he
intentado compaginar un acercamiento amable y atractivo a esos
significados con el rigor de una buena documentación de partida. He
podido constatar que no es una actitud muy frecuente en el ecosistema
de la consultoría turística, que aparece dominado por un sedicente
pragmatismo, que acaba atendiendo a las demandas de los agentes
económicos y no a las necesidades de los territorios y sus
habitantes. Así, no es extraño asistir a diferentes delirios
mercadotécnicos, y al ofrecimiento a los visitantes de escenas,
experiencias de vida y relatos basados en la pura fabulación. En
torno a 2008 y 2009, el Ayuntamiento de Níjar y la Junta de
Andalucía impulsaron la elaboración de un Plan Turístico de Níjar,
una de cuyas propuestas temáticas era la sugerencia de una “Ruta
de los Piratas”. En apoyo de esa propuesta temática, se instaló a
la entrada de Escullos una silueta metálica que componía la imagen
de un pirata. Inevitablemente, esa imagen contenía todos los tópicos
semióticos hollywoodienses de un “pirata del Caribe”: un
guacamayo o loro al hombro, la pata de palo, el garfio en el muñón
de la mano... Junto a la silueta, una de las “lápidas” del Plan
Turístico justificaba el concepto de la Ruta de los Piratas. Por
primera vez, el delirio pirático aparecía impulsado por las
Administraciones Públicas. Una vez más, las hipotéticas
necesidades del turismo amparaban un relato falso, precisamente en un
territorio del que supuestamente valoramos su identidad y su
singularidad, y que nos ofrece cosas mucho más interesantes que los
banales elementos con los que todas las zonas turísticas acaban
pareciéndose.
4. Chicote y la narratividad
lisérgica
Hace unas
semanas se estrenó en televisión la serie “Fuera del mapa”. La
serie, siguiendo el formato franquiciado, consiste en una serie de
entrevistas entre Alberto Chicote, conductor del programa, y unos
invitados, con cada uno de los cuales recorre distintos sitios,
elegidos por su interés, singularidad y personalidad. No podía
faltar uno dedicado a Cabo de Gata, que se emitió no hace mucho, con
Raquel Sánchez Silva como invitada.
Quien lo haya visto, habrá
reparado en un extraño tratamiento del color, mediante unos filtros
que acercan la experiencia de visionado a un viaje alucinógeno o
lisérgico. El episodio adoptó el título “La ruta de los
piratas”, título no menos estupefaciente que el tratamiento del
color, y posiblemente influido por la propuesta del Plan Turístico
de Níjar, del que ya hemos hablado. Se podrá argumentar que el
programa no pretende describir sitios, sino enmarcar entrevistas, y
que mis reparos son consecuencia de mi hipersensibilidad como
geógrafo. No tendría ninguna objeción al argumento, si no fuera
porque la productora del programa se puso en contacto conmigo para
que les asesorara sobre rutas, contenidos o datos geográficos o
históricos que les facilitara la elaboración del guión del
episodio. Finalmente, después de varios cambios de orientación (al
principio se trataba de deambular entre cortijos), el programa adoptó
mi propuesta de ruta entre los castillos de San Felipe y San Ramón
(los dos castillos “nuevos” del Reglamento de Carlos III), según
un planteamiento temático que sugerí, y que quedó completamente
postergado por el ya sabido título de “la ruta de los piratas”.
Por lo menos, tuvieron el buen criterio de no incluirme en los
créditos del programa, lo que hubiera resultado muy enojoso, si
atendemos a la deriva final del guión. Seguramente, lo más acertado
del programa sea el título. Ese “Fuera del mapa”, que podemos
aquí entender como “fuera del territorio y de su historia”; en
este caso, no se puede decir que sea consecuencia de la falta de
documentación, sino de una cierta preferencia por la narrativa
lisérgica.
Conclusiones
Este
acercamiento a la creación, liviandad y vigencia del mito pirático,
me permite compartir con mi exigua legión de fieles lectores algunas
conclusiones.
Los sitios existen con independencia
de nuestra vida en ellos. Existieron antes de que pudiéramos
mirarlos y vivirlos, y nos sucederán. Mi disciplina, la geografía,
se organiza en torno a esa evidencia. Pero también le cabe a mi
disciplina entender los procesos de connotación cultural que
proyectamos sobre los sitios. Estos se construyen con memoria, con
emotividad, de manera que cada uno puede recrear el sitio en atención
a sus experiencias en él. Otra cosa son los acuerdos colectivos que
debamos adoptar para su buen gobierno.
Cuando los romanos identificaron y
describieron el “genius loci”, se referían
simultáneamente a esta doble dimensión del habitar en los sitios:
los condicionantes, tanto positivos como negativos que los sitios nos
ofrecen, y nuestra posibilidad de llenarlos de alma, de vida, a
partir de un ejercicio reiterado de asignación simbólica y
cultural.
Las culturas orientales, de las que
el feng shui (viento y agua) es un claro exponente, aprecian
la existencia de momentos o fases distintas de la energía,
simbolizadas en cinco elementos (fuego, tierra, metal, agua y
madera), que interactúan en diferentes ciclos, generando diversas
condiciones para el correcto y benéfico funcionamiento de los
espacios (en especial los domésticos).
En definitiva, los sitios contienen
una personalidad que es consecuencia de sus condiciones físicas, del
acumulado histórico de huellas de habitación, y de la connotación
simbólica por la que asignamos significados a cada lugar.
Los Campos de Níjar no serían lo
mismo sin Goytisolo. Rodalquilar no sería el mismo sin Carmen de
Burgos; tampoco sin su historia minera. Pero alguien que acceda por
primera vez a la Costa de Níjar puede establecer un fuerte vínculo
emocional con sus lugares sin haber leído las obras de estos autores
ni conocer nada de su historia. De hecho, esto ocurre. En muchas
ocasiones, ese desconocimiento es una condición para una vivencia
plena del encantamiento.
A todos nos gustaría haber
descubierto este sitio. Algunos incluso se lo creen. Es frecuente
asistir a distintas “competiciones” en las que se dirime quien
fue el primero en descubrir este sitio, quien llegó antes. Porque la
Costa de Níjar, el Cabo de Gata, es fascinante, poliédrico,
riquísimo, y permite todo tipo de ensoñaciones. Mueve a la pasión,
y en ella el componente de posesión es muy importante.
Los que nos dedicamos al conocimiento
del territorio estamos en condiciones de afirmar que este ejercicio
de libertad creativa respecto a la conciencia del sitio de vida,
necesario y muy respetable, debe reconocer, no obstante, la
existencia del “genius loci”, y, en consecuencia, intervenir en
él desde el respeto.
Y ese respeto, que es una condición
necesaria para el acuerdo colectivo sobre sus valores y cómo
interpretarlos, sí que necesita algo de documentación. De lo
contrario, la acción cultural sobre el territorio, lejos de servir
como elemento de cohesión, se convierte en una desordenada feria de
vanidades que puede tener algo de gracia para una vivencia
vacacional, pero ninguna utilidad para construir un espacio de vida
digno de los valores que el sitio contiene.
La gran
dificultad para lograr este objetivo, la construcción de un espacio
de vida digno y coherente con los valores de este territorio, que
nadie debería cuestionar al menos en su formulación general,
proviene de la debilidad demográfica , de la vulnerabilidad de la
identidad local, de los procesos de desbordamiento y sustitución
sociológicos de las últimas décadas, y de la creciente orientación
a los distintos negocios “turísticos”.
Habrá que
recordar las palabras de Marco Polo a Kublai Khan, según las imaginó
Italo Calvino: en medio del infierno de los hombres, hay que
buscar aquello y a quienes no son infierno, para protegerlos y darles
un espacio que les permita sobrevivir.
A la búsqueda
de ese espacio se dedica este artículo.