Nunca me he caracterizado por mi fervor andaluz. Mi
inclinación identitaria, muy potente, no encaja en esa circunstancia
político-administrativa: encaja en el sureste, como región sentimental, en
Almería como espacio de referencia, y, muy especialmente en Níjar, la forma más
extrema de ser almeriense y del sureste. A estas escalas se refiere mi sentido
de pertenencia.
Tengo recuerdos juveniles de la emersión de la identidad
oficial andaluza, bastante a rebufo de la eclosión nacionalista de la
transición, y, básicamente, como una manera de “no ser menos” entre el elenco
de lo que luego serían Comunidades Autónomas. Así que, por motivos de edad, he
tomado conciencia de ser en un momento en que Andalucía era absolutamente
irrelevante como elemento identitario. Mi identidad originaria estaba más
relacionada con la pertenencia a una tierra dejada de la mano de Dios, “en el
culo del mundo”, como solía decirse. Una pequeña ciudad esquinada, en la que
con frecuencia se hablaba del traslado a Granada de algún enfermo. Granada era
una especie de puerta de entrada al mundo, que nos esperaba a los almerienses
de la época que estábamos llamados a cursar estudios superiores.
Aprendí a amar Granada, una ciudad tan fascinante para un
visitante como hostil para el que tiene que vivirla. Mis derroteros
profesionales como geógrafo me han llevado a recorrer toda Andalucía, y a
participar en algunos proyectos territoriales de escala regional (ordenación
del litoral, red de miradores…). También a vivir intensamente rincones de la
región como la Sierra de Segura en Jaén o el Condado de Huelva. He podido
disfrutar de la diversidad de una región extensa y muy contrastada, a medida
que Andalucía se convertía en mi mercado profesional “natural”, ya que mi
dedicación a la consultoría territorial para administraciones públicas me
vinculaba crecientemente con políticas regionales.
He hecho excelentes amigos en todas partes de Andalucía, y
especialmente en Sevilla. A través de su mirada he podido comprender otras
identidades que conviven en la región. He construido un “mapa” mental de esas
identidades, que, como todo lo que se manifiesta en el territorio es susceptible
de ser observado en diferentes niveles de “zoom”: estando en Sevilla puedo
hablar de una identidad almeriense (cosa que hago con frecuencia), pero si
estoy en mi tierra, tengo que anotar las sustanciales diferencias entre un
alpujarreño, un almanzorí, un nijareño o un velezano.
Como los almerienses arrastramos cierto estigma ante el
resto de los andaluces por el famoso resultado del referéndum sobre el artículo
constitucional en que debía desarrollarse la autonomía andaluza, con mucha
frecuencia he sido emplazado a definirme sobre mi identidad. Sistemáticamente,
he respondido: si se puede ser andaluz siendo como soy, no hay ningún problema; si
tengo que cambiar para parecerme a algún arquetipo andaluz, entonces sí
tendremos problemas.
En consecuencia, puedo predicar que mi manera de ser andaluz
es ser almeriense. Me gusta bromear insinuando mi supuesto nacionalismo
almeriense o nijareño. Contrariamente a lo que se dice, este nacionalismo mío
no se ha curado viajando, antes bien, se ha hecho más preciso, más perspicaz;
he aprendido de las diferencias.
La cuestión principal es si esta manera de ser andaluz –siendo
almeriense- es o no pacífica. Manuel Castell señalaba que hay tres maneras de
construir la identidad colectiva: una identidad legitimadora, una identidad de
resistencia y una identidad de proyecto. La primera se refiere a la
construcción institucional y a una supuesta identidad que legitima dicha construcción. La
construcción institucional de la Junta de Andalucía se remite a una supuesta
identidad andaluza legitimadora. Las identidades de resistencia se construyen
mediante la lucha contra la marginación o la opresión. En los primeros momentos,
la construcción de la identidad andaluza tuvo esta connotación, pero, tal como
señala Ángel Acosta Romero (“Pensar Andalucía: la identidad andaluza desde el
pensamiento complejo”. Comunicación en el VIII Simposio de la Asociación
Andaluza de Semiótica), la implantación de la institucionalidad andaluza podujo
el paso de la identidad de resistencia a la de legitimación, generando como
subproducto nuevas identidades de resistencia de escala menor (competencia
entre ciudades o entre provincias, todos contra Sevilla –menos Huelva-).
Lo que tenemos en falta es una identidad de proyecto y la
gran pregunta es cuál sería la escala adecuada para esa identidad.
En este orden de cosas, tengo que dejar constancia de mi
creciente incomodidad como almeriense, ante la manifiesta dificultad para
encajar nuestras singularidades en el programa de gestión regional. No es solo
un reproche al gobierno andaluz. También hay que señalar la falta de liderazgo
y de peso político de nuestros representantes almerienses en las instituciones
andaluzas. La promoción política de cualquier almeriense pasa por la sumisión a
las políticas generales andaluzas, de donde proviene el poder de poner y quitar
puestos. También hay que hacer un reproche a la debilidad de otros liderazgos
almerienses, en el terreno social, empresarial, cultural. ¿Somos víctimas de la
ley del número, de nuestra debilidad demográfica, de nuestro periferismo? ¿No
somos, también, víctimas de nuestra propia idiosincrasia, de nuestra falta de
fe en la posibilidad de construcción colectiva del futuro?
Para el resto de los andaluces, los almerienses somos un
pequeño apéndice periférico: los ultramontanos, los orientales, los levantinos.
Pero ¿qué somos para nosotros mismos?. Hoy es fácil encontrar
en las redes sociales espacios de exaltación de la identidad almeriense, como
identidad de resistencia. Visito estos espacios con una mezcla de curiosidad y
regocijo, pero acabo deprimiéndome cuando constato la insistencia en subrayar
lo que no somos y la dificultad para definir nuestra identidad en positivo.
La cuestión que deberíamos plantearnos es si la resignación,
la pasividad y el escepticismo son parte sustancial de nuestra identidad o si
deberíamos sustituirlos por compromiso, dedicación y dignidad, materiales que
necesitamos para construir una identidad de proyecto almeriense. Una identidad
que, como decía sobre la mía personal, si puede darse dentro de Andalucía, no
hay ningún problema, pero si tengo que renunciar a ella por pertenecer a
Andalucía, entonces sí que tendríamos un problema.