miércoles, 29 de junio de 2016

Nosotros mismos


Dos ámbitos de mi preocupación intelectual se han cruzado en los últimos días, ofreciéndome una perspectiva nueva, un “eureka”, que quiero compartir con vosotros. Debo anotar como elemento cristalizador de mis reflexiones la lectura del artículo “Campaña narcisista”, de Víctor Lapuente Giné, publicado en El País el 19 de junio y que compartí en mi espacio Facebook personal.

Estos dos ámbitos son el de la formación de la voluntad política en torno a proyectos de convivencia (mi actividad política, como prolongación de mi ciudadanía) y el de la organización de nuestro territorio, de nuestro espacio de vida (mi actividad profesional y pasional).

Representan dos manifestaciones de una única preocupación intelectual: el “cómo somos” en tanto que comunidad, como ciudadanos, como sujetos políticos. Y sobre todo, el “cómo somos” en tanto que punto de partida necesario para la construcción de proyectos colectivos.

Mis torpes aproximaciones a estas cuestiones tan apasionantes como complejas, pueden resumirse en:


-          Teoricé, en primer lugar, sobre la desaparición del sentido de lo colectivo, al calor de mi experiencia profesional como geógrafo y urbanista, y a la vista de que la única preocupación manifestada en los procesos de participación de los instrumentos de planificación era el “qué había de lo mío?”. Diagnostiqué un estado patológico de la relación entre lo público y lo privado causada, precisamente, por el debilitamiento o desaparición del instinto colectivo, que en nuestra tradición cultural era el lubricante entre las desbordantes aspiraciones privadas y el desesperante autismo público.

-           Más tarde, llegué a constatar  una “desaparición de la ciudadanía” que hacía inviables los proyectos colectivos, tanto los político-institucionales como los estratégico-territoriales. Esta constatación supuso mi crisis de fe en la planificación y mi dedicación a los temas del paisaje y del patrimonio territorial (los mismos objetos, pero distintos destinatarios y relatos).

-          En este mismo blog publiqué no hace mucho un texto sobre la “oquedad institucional”, que no era sino una actualización de mis tradicionales reflexiones, fruto del estupor ante nuestra incapacidad colectiva.

-          Con motivo de mi reciente dedicación en el seno de la Junta Rectora del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, y, en especial, en el del Grupo de Trabajo del Cortijo del Fraile, tuve una revelación sobre el significado del patrimonio y cómo debería operar (el patrimonio) en el contexto de una comunidad desorientada, debilitada, desarticulada y asténica, incapaz de utilizar sus instituciones porque no las considera suyas

-          Y, en todo este tiempo, he venido “olfateando” aromas cada vez menos sutiles de impostura, vanidad y egocentrismo (los de narcisismo los huelo desde la lectura del artículo citado al principio) en la forma en que nos posicionamos en torno a nuestros valores, principios o preferencias.

Y llego a mi “eureka”.

No nos interesa el patrimonio como elemento de cohesión social, sino como elemento de distinción personal. Cuando manifiesto sensibilidad hacia el patrimonio, el paisaje, algún territorio concreto, no estoy entendiendo que estas categorías se construyen desde el acuerdo cultural, colectivo.  Solo las estoy utilizando para que se note lo “cool” o lo “guay” que soy. Pero tenemos cierto pudor para proclamarlo abiertamente, y por eso recurrimos a la impostura.

Al llamar a determinados elementos “patrimonio” o “recurso” antes de que sean efectivamente recepcionados por la sociedad y dispuestos para su aprovechamiento, lo que realmente estamos diciendo es que nosotros sí que somos sensibles a sus valores reales o potenciales. No como otros. Pero al anticipar esta denominación, negamos que haya que transitar un camino cultural con los demás para que esos elementos privilegiados puedan considerarse efectivamente patrimonio, para que la sociedad los reconozca y adopte. Preferimos un aprecio elitista de sus supuestos valores a aprovechar su potencial para promover cohesión social desde la acción cultural.

No nos interesa la política como ejercicio de compartir valores, principios u objetivos, lo que exige respeto, tolerancia y humildad, sino como forma de resaltar nuestros valores individuales entre una muchedumbre que no está a nuestra altura.

No votamos considerando riesgos sociales, comprendiendo lo limitado de la acción pública ni haciéndonos cargo de las restricciones que acompañan a la construcción colectiva. Votamos como una descarnada expresión de autoaprecio. El voto sale de nuestros adentros, y no admite elemento de moderación o corrección coyuntural o exterior. Por eso entramos en depresión cuando no ganamos las elecciones. Porque se trata de eso. ¡¡Hemos perdido!!

En ausencia de cualquier tentación de participación política constructiva en el día a día, depositamos todas nuestras frustraciones, anhelos y ensoñaciones en el voto (la representación de nosotros mismos), sin reparar en que con nuestra ausencia posterior a la votación, decretamos la inutilidad de las instituciones que se configuran automáticamente con él.

Cuando expresamos nuestra admiración hacia el “Parque” no lo hacemos como forma de comprensión de su cultura territorial, de aprecio por sus valores ambientales o de convocatoria al conocimiento de sus múltiples atractivos. No. Lo hacemos como una manera de afirmar nuestro derecho a disfrutarlo, poniendo en duda el de los demás. La propia palabra “parque” contiene el derecho semántico a negar o ignorar su historia y su identidad. Es una bandera colonizadora, que lo reclama como página en blanco en la que escribir nuestros desvaríos.

Cada uno de los elementos que deberían llamarnos a la solidaridad, a la cooperación, a la convivencia, al respeto, acaba siendo una desaforada manifestación de nuestra misma mismidad.

Yo, mí, me, conmigo. Como en las pelis de adolescentes.

Me da la sensación de que estamos hoy, aquí y ahora, ante una bifurcación de caminos: o seguimos transitando por la senda actual, que tanto parece alimentar nuestro ego aunque nos conduzca a la más completa imposibilidad, o cambiamos de rumbo y empezamos a considerar que el otro es la condición de posibilidad de la construcción colectiva, que nuestros supuestos valores son tóxicos si no los compartimos, y que si tanto los apreciamos, deberíamos hacer lo posible para que fueran accesibles a todo el mundo. Desde la acción cultural, desde la experiencia. Desde la vida.

Nosotros mismos.

lunes, 27 de junio de 2016

Bálsamo

Más que los resultados electorales de ayer, me han impresionado las numerosas muestras de desolación por parte de querid@s amig@s y compañero@s, progresistas, como yo mismo.

Mi intención es balsámica, aunque no sé si conseguiré aliviar la desazón que sus comentarios dejan entrever.

Creo que hay que empezar por un concepto básico de la acción política, inexplicablemente olvidado por la práctica política de partidos, asociaciones y ciudadanos individuales. Este concepto, carente de nombre por falta de uso, es el “cómo somos”, en tanto “ser” colectivo.

Ese “ser” colectivo no es el resultado de la simple agregación de cómo somos como individuos, sino que se constituye por la agregación de cómo somos como ciudadanos: apela a la forma de  “ser”actores políticos.

La manifestación más contundente de la debilidad de nuestro “ser colectivo” es que pretendemos sustanciarlo en el voto, como si el voto fuera constitutivo de nuestro ser, y no una manifestación instrumental sujeta a coyunturas, estados de ánimo, o a simple capricho.

Así se entiende que nos rasguemos las vestiduras con los resultados electorales, y parecería que descubrimos nuestro ser colectivo en el reparto de votos: si este es un país de pandereta, no lo es porque no se hayan abierto paso nuestras preferencias electorales.

Lo es, principalmente, porque los que estamos llamados a superar esa debilidad de nuestro “ser colectivo” nos dedicamos completamente a nuestras vidas personales, sin asignar el mínimo tiempo y dedicación a la construcción de un “ser colectivo” más vigoroso, y más anclado en los valores que individualmente profesamos; sin dedicar tiempo a practicar la ciudadanía.

Lo es, también, y hablo desde la herida, porque los que hemos prolongado nuestro compromiso ciudadano en la militancia de base aparecemos siempre como sospechosos de intenciones torcidas, mientras que alcanzan recompensa social los que mantienen una elegante distancia respecto a cualquier institución donde se ponga a prueba nuestro músculo democrático.

Este seguiría siendo un país de pandereta aunque los resultados de nuestros “colores” hubieran sido espectaculares. Más inquietante me parecería esta opción, ya que estaríamos disfrutando de un “idilio melifluo” con la madurez e inteligencia de nuestra ciudadanía, tan visceral y desenfocado como el desencuentro que sufrimos en estas horas.

Entre tanto, nadie se preocupa del “cómo somos”. La misteriosa desaparición de esta variable de nuestras ecuaciones políticas indica con claridad la liviandad y la oquedad de nuestro “ser” político. El “cómo somos” se residencia en los gabinetes mercadotécnicos de los comités electorales, para maximizar el voto. Deja de ser objeto de la acción política para convertirse en un orientador del mensaje electoral.

Cuando en alguno de los raquíticos espacios para el debate político que cabe encontrar dentro de los partidos, he tenido ocasión de reclamar atención al “cómo somos” como objeto político de primer orden, he obtenido siempre la misma respuesta: “es que eso es muy difícil”. Ya.