martes, 11 de octubre de 2016

El poder contra la política


Enseñanzas de un espectáculo deprimente

Cuando asistimos a acontecimientos que producen conmoción, inevitablemente volvemos a nuestras certezas para buscar consuelo a nuestra desazón. Esta es la primera reacción, que puede tornarse definitiva si no se encuentra estímulo o arsenal suficiente para una reflexión en profundidad, que pueda concluir en un cambio o matización de las posiciones previas.

Ese arsenal es el pensamiento crítico, motor del conocimiento y herramienta intelectual inexcusable para los que hemos sido iniciados en sus arcanos.

El deprimente espectáculo ofrecido  por el PSOE en un nada ejemplar relevo del Secretario General de la formación ha causado conmoción en el entorno del pensamiento progresista, al que pertenezco
.
Pero ¿qué conclusiones cabe extraer de dicho espectáculo? Sin duda, múltiples conclusiones: tal es la complejidad de la situación y de los factores que se dan cita en este momento crucial de nuestra historia.
Me voy a centrar en una, que se relaciona con una de mis líneas de pensamiento favoritas, lamentablemente poco presente en el entorno progresista al que vengo refiriéndome.

Esta línea de pensamiento es la que intenta desentrañar las complejas y peculiares relaciones entre el poder y la política, en nuestra cultura popular. Como el término “nuestra” es susceptible de escalas, precisaré que me refiero a la cultura política popular en el mundo mediterráneo, desde luego en España, pero mucho más visible y descarnada cuanto más te diriges hacia el sur. Es lo que denomino en algunos de mis escritos “gradiente de modernidad”, por el cual la conciencia ciudadana cambia notablemente, como consecuencia de las distintas experiencias históricas en torno al proceso modernizador.  Este gradiente norte-sur se da en todos los países mediterráneos de la ribera septentrional.

Según esta línea de pensamiento,  el “poder” se residencia en la superestructura de instituciones públicas, y, en especial, en las que tienen carácter ejecutivo o de gestión (los gobiernos y las administraciones públicas). Por una cuestión que podríamos denominar etológica, estas estructuras de poder manifiestan una natural tendencia a la oligarquización, por lo que la corrección de su rumbo –hacia la virtud- requiere un sistema de contrapesos, fiscalizaciones, tutelas y vigilancias, que en último término constituyen la esencia de la política democrática.
Por eso, todas las constituciones modernas proclaman los principios de libertad e igualdad, invocando un sujeto mayestático (nosotros, el pueblo…) como sujeto político del que proceden todas las legitimidades, y al que hay que servir y rendir cuentas.  ¿Todas?. No. La Constitución Española no se refiere al pueblo español como promotor de la constitución, sino a la Nación española. El pueblo español la refrenda, pero el sujeto político es la Nación española.

Me parece una expresión muy certera de nuestra anomalía democrática. Puesto que no existe un momento fundacional en el que todos los ciudadanos nos reconozcamos iguales y capaces de darnos normas de organización política (nosotros, el pueblo…), quien promueve la constitución es un ente abstracto (la nación), que simboliza la continuidad de las estructuras del Estado. Cuando algunos tratadistas afirman que la constitución es nacionalista española, invocando el art. 2, se olvidan de mirar quien es el sujeto político que la impulsa (en el preámbulo). Eso sí que es nacionalismo español.

Pero volvamos al propósito de este artículo.

La cuestión es que el modelo funciona razonablemente bien cuando existe una ciudadanía bien posicionada según lo que se espera en una sociedad democrática, de manera que las tentaciones oligárquicas queden reducidas a lo marginal.

Sin embargo, los procesos oligárquicos florecen y fructifican allí donde no hay una ciudadanía bien posicionada, allí donde las instituciones políticas son meras extensiones de poderes que no se someten al control democrático. Y es aquí donde se prolonga nuestra anomalía democrática.

Los progresistas meridionales, y en especial los andaluces, hemos asistido a un proceso paulatino, pero imparable, de absorción del PSOE por parte de las instituciones públicas. La conclusión es que el PSOE-A es una institución que ordena el acceso a los puestos del poder oligárquico, pero se demuestra incapaz de articular los proyectos colectivos, las aspiraciones ciudadanas. Es un partido político fallido.


Lo sucedido en el fatal fin de semana del Comité Federal es la consagración de este modo meridional de entender la relación entre el partido y el poder institucional. El triunfo de quien tiene control del poder institucional sobre los que tienen el poder de la legitimidad democrática y el apoyo de la militancia. El triunfo del poder sobre la política.

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