Enseñanzas de un espectáculo deprimente
Cuando asistimos a acontecimientos que producen conmoción,
inevitablemente volvemos a nuestras certezas para buscar consuelo a nuestra
desazón. Esta es la primera reacción, que puede tornarse definitiva si no se
encuentra estímulo o arsenal suficiente para una reflexión en profundidad, que
pueda concluir en un cambio o matización de las posiciones previas.
Ese arsenal es el pensamiento crítico, motor del
conocimiento y herramienta intelectual inexcusable para los que hemos sido
iniciados en sus arcanos.
El deprimente espectáculo ofrecido por el PSOE en un nada ejemplar relevo del
Secretario General de la formación ha causado conmoción en el entorno del
pensamiento progresista, al que pertenezco
.
Pero ¿qué conclusiones cabe extraer de dicho espectáculo?
Sin duda, múltiples conclusiones: tal es la complejidad de la situación y de
los factores que se dan cita en este momento crucial de nuestra historia.
Me voy a centrar en una, que se relaciona con una de mis
líneas de pensamiento favoritas, lamentablemente poco presente en el entorno
progresista al que vengo refiriéndome.
Esta línea de pensamiento es la que intenta desentrañar las
complejas y peculiares relaciones entre el poder y la política, en nuestra
cultura popular. Como el término “nuestra” es susceptible de escalas, precisaré
que me refiero a la cultura política popular en el mundo mediterráneo, desde
luego en España, pero mucho más visible y descarnada cuanto más te diriges
hacia el sur. Es lo que denomino en algunos de mis escritos “gradiente de
modernidad”, por el cual la conciencia ciudadana cambia notablemente, como
consecuencia de las distintas experiencias históricas en torno al proceso
modernizador. Este gradiente norte-sur
se da en todos los países mediterráneos de la ribera septentrional.
Según esta línea de pensamiento, el “poder” se residencia en la
superestructura de instituciones públicas, y, en especial, en las que tienen carácter
ejecutivo o de gestión (los gobiernos y las administraciones públicas). Por una
cuestión que podríamos denominar etológica, estas estructuras de poder
manifiestan una natural tendencia a la oligarquización, por lo que la
corrección de su rumbo –hacia la virtud- requiere un sistema de contrapesos,
fiscalizaciones, tutelas y vigilancias, que en último término constituyen la
esencia de la política democrática.
Por eso, todas las constituciones modernas proclaman los
principios de libertad e igualdad, invocando un sujeto mayestático (nosotros,
el pueblo…) como sujeto político del que proceden todas las legitimidades, y al
que hay que servir y rendir cuentas.
¿Todas?. No. La Constitución Española no se refiere al pueblo español
como promotor de la constitución, sino a la Nación española. El pueblo español
la refrenda, pero el sujeto político es la Nación española.
Me parece una expresión muy certera de nuestra anomalía
democrática. Puesto que no existe un momento fundacional en el que todos los
ciudadanos nos reconozcamos iguales y capaces de darnos normas de organización
política (nosotros, el pueblo…), quien promueve la constitución es un ente
abstracto (la nación), que simboliza la continuidad de las estructuras del
Estado. Cuando algunos tratadistas afirman que la constitución es nacionalista
española, invocando el art. 2, se olvidan de mirar quien es el sujeto político
que la impulsa (en el preámbulo). Eso sí que es nacionalismo español.
Pero volvamos al propósito de este artículo.
La cuestión es que el modelo funciona razonablemente bien
cuando existe una ciudadanía bien posicionada según lo que se espera en una
sociedad democrática, de manera que las tentaciones oligárquicas queden
reducidas a lo marginal.
Sin embargo, los procesos oligárquicos florecen y
fructifican allí donde no hay una ciudadanía bien posicionada, allí donde las
instituciones políticas son meras extensiones de poderes que no se someten al
control democrático. Y es aquí donde se prolonga nuestra anomalía democrática.
Los progresistas meridionales, y en especial los andaluces,
hemos asistido a un proceso paulatino, pero imparable, de absorción del PSOE por
parte de las instituciones públicas. La conclusión es que el PSOE-A es una
institución que ordena el acceso a los puestos del poder oligárquico, pero se
demuestra incapaz de articular los proyectos colectivos, las aspiraciones
ciudadanas. Es un partido político fallido.
Lo sucedido en el fatal fin de semana del Comité Federal es
la consagración de este modo meridional de entender la relación entre el
partido y el poder institucional. El triunfo de quien tiene control del poder
institucional sobre los que tienen el poder de la legitimidad democrática y el
apoyo de la militancia. El triunfo del poder sobre la política.
No hay comentarios:
Publicar un comentario