En un arrebato de filantropía y demofilia, me propongo usar
el “debate” actual en torno a la Plaza Vieja para extraer algunas conclusiones
sobre la toma de decisiones en la ciudad y su control democrático, que nos
permitan madurar, aprender y mejorar colectivamente.
Uno de los nombres históricos de la Plaza Vieja es el de
“Plaza del Juego de Cañas”. El juego de cañas era un “deporte”-espectáculo,
emparentado con los torneos y con las representaciones de moros y cristianos,
en la que dos bandos a caballo, ataviados unos a la morisca y otros al estilo
castellano, se arrojaban cañas que el adversario intentaba esquivar o parar con
la adarga (escudo). Los interesados en saber más de este juego, pueden encontrar aquí un artículo muy interesante. Si en ocasiones se ha reflexionado sobre el deporte como
metáfora más o menos incruenta de la guerra, en el juego de cañas esa dimensión
metafórica se desvanece, adquiriendo la condición de trasunto.
Lo que me interesa destacar en este artículo es que los
términos y la forma de
desarrollarse la polémica en torno a la
Plaza Vieja se asemejan mucho a un juego de cañas. Tiene poco de deportivo y
mucho de bélico.
Es obligado clarificar mi posición en la polémica. Para
ello, es necesario advertir un inevitable desdoblamiento. Como ciudadano, tengo
una posición que sale de mi instinto, de mis preferencias, de mi “lectura”
personal de esta pieza urbana. Esa posición como ciudadano me ha hecho firmar
contra la deforestación de la plaza, y manifestarme claramente a favor de la
permanencia del pingurucho en ese espacio. Mi posición personal es tan diáfana
como el modelo de plaza del proyecto que el Ayuntamiento pretende impulsar,
aunque apunte en una dirección opuesta.

Como profesional, en cambio, lo que me preocupa no es tanto
el modelo concreto de la plaza, que, como sabemos, ha ido cambiando a lo largo
del tiempo. Me interesa mucho más analizar el “metabolismo” de la decisión, sus
múltiples implicaciones, las intenciones y objetivos del proyecto, la
interpretación de esas complejas cuestiones por parte de la población, y, sobre
todo, cómo se produce el posicionamiento de los distintos actores y la
concurrencia de argumentos y/o exabruptos que acaban configurando el marco del
debate.
La forma tan violenta, tan simple, de formalizarse los
“bandos” en conflicto nos alerta de una condición problemática de nuestra
organización colectiva. Nuestro problema no es cómo será la Plaza Vieja en el
futuro. Nuestro problema es cómo somos nosotros
mismos.
Da la sensación de que los motivos reales de cada uno de los
que concurren a la polémica no se hacen explícitos. En su lugar, se improvisan
razonamientos o argumentos de los que poco importa que rocen el esperpento. Su
utilidad es la de impostar o distraer de los auténticos motivos. Por no hablar
de la utilización oportunista de cualquier argumento que contenga la capacidad
de acercarnos a nuestros propósitos, formulados antes del debate, y tan opacos
como inasequibles al desaliento.
Todo esto compone un escenario truculento, que no anuncia
nada bueno respecto a la capacidad colectiva de crecer, aprender y extraer experiencias enriquecedoras al
calor de la polémica.
Cómo debería
organizarse un debate de este calado.
Deberíamos saber identificar y separar las distintas escalas
significativas de la cuestión: la de estructura urbana, la de la formalización
de un borde urbano singular y la de la ordenación interna del espacio.
La primera apuntaría al necesario reequilibrio de una ciudad
a la fuga, o como reforzar las funciones urbanas del centro histórico, para
preservar su valor de núcleo identitario de todos los almerienses.
Este reequilibrio cuenta con una gran oportunidad: el parque
de la Hoya, el cerro de San Cristóbal y una nueva relación ciudad-conjunto monumental de la Alcazaba como
piezas clave en la formalización de un borde urbano de calidad. La plaza Vieja
no puede ser indiferente a esta oportunidad.
Por último, el diseño interno del espacio debería resolver
sus propias exigencias en el marco de una posición argumentada respecto a las dos escalas anteriores. Como esto no se
ha hecho así, se quiere atribuir al diseño de la plaza supuestos efectos
benéficos sobre el centro histórico, lo que es de todo punto desenfocado y,
nunca mejor dicho, fuera de escala.
El resultado es que se hurtan al debate los elementos de
escala que podrían orientar el mejor diseño de este espacio. Inevitablemente,
el debate cristaliza en torno a aspectos que, en un acercamiento racional al
asunto, quedarían relegados a un papel secundario.
Cañas y adargas. Un
repaso al argumentario
El intercambio de cañazos y adargazos nos está
proporcionando un espectáculo tragicómico, con momentos realmente divertidos.
No deja de ser gracioso ver al pensamiento progresista
movilizarse para que todo siga igual, mientras que los conservadores justifican
la radicalidad de la intervención en aras de una supuesta modernidad. Se cumple
así el principio de la complejidad que indica que cuando un asunto se aborda
desde la irracionalidad, se produce siempre una inversión de papeles.
El simbolismo del pingurucho apareció fugazmente al
principio de la cristalización del debate, para desaparecer en seguida a favor
de un debate sobre las sombras. Supongo que es consecuencia del vértigo al
asomarse al abismo. La lucha por la libertad, fundacional y cohesionadora en la mayoría de los países
con regímenes políticos avanzados, sigue siendo conflictiva en el nuestro, lo
que nos califica como una comunidad con inquietantes permanencias premodernas.
Ya que el tema no se centró en las luces (la Ilustración, el
enciclopedismo, el liberalismo, los valores republicanos), acabó centrándose en
las sombras.
Y aquí es donde parece situarse definitivamente el terreno
de juego del debate y la movilización social. El papel de las sombras en un
espacio urbano bajo un clima mediterráneo semiárido, con muchísimas horas de
radiación solar, de las que hay que protegerse durante la mitad del año,
mientras que se echan de menos la otra mitad.
No es una cuestión menor, pero en esta tampoco se produce un
acercamiento racional y documentado. Las sombras también se pueden diseñar,
aunque son una materia sutil y tornadiza. Pero son previsibles, y por eso se
pueden tener en cuenta en las decisiones de diseño.
El pulso está ya establecido, y, en términos caricaturescos,
podría definirse así: un núcleo social movilizado en la defensa de los árboles
y del derecho a la sombra, apelando a una identidad almeriense irredenta (más
árboles, más agua), contra unos dirigentes que, no contentos con sacarnos la
manteca con sueldos envidiables, sucumben ante los cantos de sirena de la
modernidad, o, simplemente, obedecen a su instinto de negocio pretendiendo
privatizar las sombras.
Con independencia del previsible resultado de ese pulso, lo
que debería preocuparnos es cómo dejamos pasar estas oportunidades únicas para
formar ciudadanía, para madurar nuestras posiciones, para practicar el respeto
por los argumentos del “otro”, y para desarrollar un cierto método que
cualifique estos procesos.
Mientras tanto, seguimos asistiendo a un abigarrado
muestrario de ignorancias (no saber, no saber que no se sabe… no saber quién
sabe) y a una reiterada demostración de nuestra incapacidad para vivir con la
complejidad.