miércoles, 16 de noviembre de 2022

Un curioso documento de 1822

 

En el bicentenario de la provincia y Diputación de Almería


Un curioso documento de 1822 nos permite hacer algunas reflexiones, cuando se cumplen 200 años de la creación de la provincia de Almería, y de la Diputación Provincial.

El documento es una publicación del diario oficial, donde se da cuenta del “cupo que corresponde á cada uno de los pueblos de esta Provincia en el repartimiento de los 516 hombres que han tocado á la misma en la quinta de 29.973 decretada por las Cortes para el reemplazo del Egército permanente con fecha 22 de Octubre último despues de haberse egecutado por la Diputación provincial en acto público el sorteo de quebrados ó partes decimales, según se previene en la Disposición 7ª del decreto de 31 del referido mes.

Para atender a esa finalidad, el documento desglosa para cada pueblo el número de vecinos, el de almas (resultado de multiplicar por 4 el número de vecinos), los quintos que corresponden a cada pueblo, los décimos (restos decimales del número de quintos en relación al número de vecinos), y el total del cupo. Para calcular la aportación de cada pueblo, hay que tener en cuenta que una quinta de 29.973 hombres sobre una población española de 11.295.025 da una razón de un recluta por cada 94,21 vecinos, o por cada 376,84 almas.


Pero, además del dato del reemplazo, el documento nos permite hacer otro tipo de consideraciones.

El año 1822 es el de la constitución de las provincias en España, durante el trienio liberal. Sabemos que esta división provincial, así como la creación de las Diputaciones, quedó en suspenso durante la década ominosa, y se recuperan definitivamente en 1833, durante la regencia de Maria Cristina de Borbón.

En este documento de 1822 queda claro que la Diputación provincial de Almería estaba constituida y ejerciendo sus funciones, entre las cuales estaba la del “sorteo de quebrados o partes decimales” para la conformación del cupo de reemplazo, que se celebró en acto público, según queda acreditado en el documento.

Por otra parte, la referencia a “pueblos” pone de manifiesto que los municipios no estaban plenamente conformados, tal como los conocemos hoy.

Desde el punto de vista de la demografía histórica, es muy interesante observar la distribución de la población en el espacio, tal como queda reflejada en la tabla y en el mapa-gráfico que se ha elaborado. Sus principales rasgos son:

  • Una distribución de la población mucho más homogénea en el espacio que en la actualidad.

  • La debilidad de la población en los escasos pueblos costeros (tan solo Carboneras y Roquetas, además de la capital).

  • La importancia de la producción agropecuaria como base de la riqueza, de la actividad económica, y, en consecuencia, de la población (hay que tener en cuenta que todavía no habíamos entrado en el periodo de gran actividad minera, que cambió el panorama demográfico de la provincia).

En 1822, había 98 pueblos (lo que hoy llamaríamos municipios) reconocidos a efectos estadísticos.


Los cambios más llamativos respecto a los 103 municipios actuales son:

  • no existían los municipios de El Ejido (Dalías), La Mojonera (Felix), Balanegra (Berja), Alcóntar (Serón), Los Gallardos (Bédar), Garrucha (Vera) y Turrillas (Tabernas). En cambio, existían otros hoy desaparecidos (Presidio, hoy entidad local de Fuente Victoria en el municipio de Fondón; Darrícal, hoy integrado en el municipio de Alcolea; Doña María y Escullar, que, junto con Ocaña forman hoy el municipio de las Tres Villas;

  • Algunos pueblos presentan una ortografía distinta a la actual (Alicum -Alicún-; Lucaynena -Lucainena de las Torres-; Alsoduz -Alsodux-; Chiribel -Chirivel-; Moxacar -Mojácar-; Nixar -Níjar-; Cuebas -Cuevas del Almanzora-; Arboledas -Arboleas-; Uleyla del Campo -Uleila del Campo-; Alhavia -Alhabia-; Carbonera -Carboneras-.

  • Algunas denominaciones de pueblos hacían referencia a más de una entidad de población: “Fondón y Beneci”, “Darrical y Beninar”, “Nixar y Huebro”, “Enix y Marchal”, “Turre y Cabrera”, “Doña María y Escullar”, “Tahal y Benitorafe”, “Tabernas y Turrillas”.

  • El municipio de Alhama de Almería aparece como Alhama la seca (el nombre de la localidad desde que en el siglo XVI un terremoto secó su fuente, y hasta que adoptó en 1880 el actual, con el breve paréntesis entre 1932 y 1941, en que tuvo la denominación de “Alhama de Salmerón”).

  • Algunos pueblos carecen del “apellido” que hoy es habitual: Alcudia (de Monteagud), Armuña (de Almanzora), Castro (de Filabres), Paterna (del Río) y Roquetas (de Mar). Estos municipios adquirieron su nombre -y “apellido”- actual con la Reforma de la Nomenclatura Municipal de 1916, de la que trataremos al final de este “post”.

  • Otros adquirieron, o fijaron, su denominación actual en otros momentos o por otras circunstancias, pero figuran en esta relación sin “apellido”. Es el caso de Santa Fé (de Móndújar), Lucaynena (de las Torres), Santa Cruz (de Marchena), Cuebas (del Almanzora), Laujar (de Andarax).

  • El municipio de Adra se encuadraba en la provincia de Granada. No se incorporará a la de Almería hasta 1833.

El cambio de modelo demográfico que se ha producido en la provincia en los últimos dos siglos (acelerado en las últimas décadas), provocado por el tránsito de una economía de base orgánica a otra con un alto consumo de energía y recursos, que en su expresión cartográfica refleja un “vuelco hacia la costa”, o un “paso del alpujárride al sedimentario”, se ilustra perfectamente comparando los 20 municipios más poblados en 1822 y en 2022.




Además de las múltiples implicaciones territoriales que pueden extraerse de los datos de 1822, hay una cuestión, la onomástica, en la que merece la pena detenerse.

La toponimia es una enorme y excelente fuente de información territorial e histórica. Su estudio nos permite comprender su origen y sus significados. Las distintas incidencias que sufren los topónimos con el transcurrir del tiempo también nos explican muchas cosas del devenir del marco institucional del territorio.

Si la división provincial es un fruto del pensamiento liberal e ilustrado del XIX, la fijación definitiva de la denominación de los municipios es el resultado de una reforma de principios del siglo XX, provocada por la necesidad de evitar la confusión postal que se producía por la repetición de topónimos en distintos lugares del país.

De los más de 9.000 municipios que existían en el país en esa época, más de 1.000 planteaban problemas al repetirse al menos una vez. Se inició así un proceso, llevado a cabo por una Comisión de la Real Sociedad Geográfica, presidida por Manuel de Foronda y Aguilera, e integrada por Manuel Benítez y Parodi, Felipe Pérez del Toro, Ricardo Beltrán y Rózpide y Rafael Álvarez Seréix, que concluyó en un dictamen que fue sometido a consultas de los municipios afectados.

Se decidió que conservaran su nombre los municipios más poblados o que fueran cabecera de partido judicial, proponiéndose nombres alternativos para aquellos otros, de menor tamaño, que compartían nombres con aquellos.

Tras un arduo proceso, la Gaceta de Madrid (precedente del BOE), publicaba el 2 de julio de 1916 un Real Decreto de 27 de junio, por el que se procedía a modificar el nombre de 570 municipios españoles. En la provincia de Almería, los municipios que cambiaron de nombre son los que se han citado al principio de este “post”: Alcudia pasó a llamarse Alcudia de Monteagud; Armuña recibió el nombre de Armuña de Almanzora: Castro pasó a llamarse Castro de Filabres, Ocaña se denominó Ocaña de Alboloduy, Paterna adquirió la denominación de Paterna del Río y Roquetas acabó adoptando el bellísimo nombre de Roquetas de Mar.



En otra ocasión volveremos sobre este proceso denominado Reforma de la Nomenclatura Municipal de 1916, por su interés.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Neomadridismos

 Escrito el 29 de mayo de 2022

Escribo este texto en la tarde del día después del triunfo del Real Madrid ante el Liverpool, por el que la entidad blanca ha alcanzado el impresionante record de 14 máximos títulos continentales en la competición de clubs (sumando las antiguas Copas de Europa, y su equivalente contemporáneo, Champions League). Me animo a escribirlo, como es en mí habitual, para poner orden a mis ideas y sensaciones, y definitivamente motivado por el deseo de evitar ser rodeado por un gran número de canales de TV y emisoras de radio “entregadas a la causa”. Ya me pasó el día de la celebración del título de Liga, título tan merecido esta temporada como desproporcionado fue su seguimiento en los medios. El planteamiento de ese seguimiento mediático me dió unas últimas pistas para el enfoque de lo que voy a compartir con vosotros en este escrito: parecería que ser madridista es la condición “normal”, mientras que no serlo resulta sospechoso. Los madridistas más conspicuos han llegado a la conclusión de que el que no es madridista, es antimadridista, por lo que esta desmesura en el tratamiento informativo tiene una doble dirección: la satisfacción extática de los merengones, y el escarnio de los que no lo son, lo que redobla esa satisfacción.



Mi afición al fútbol se remonta a mi más temprana infancia. Un chaval de Villagarcía de principios de los '60 vivía con, por y para el fútbol, tanto en el ambiente de los amigos y vecinos del barrio, como en el seno familiar, y también junto a los compañeros de los distintos niveles educativos por los que he ido transitando. Mi padre era un buen aficionado al fútbol, y, de todos sus hijos, yo era el que más he compartido con él la afición. Numerosas tardes en el Estadio entonces llamado de la Falange, y, antes de tener televisor en casa, la peregrinación a alguno de los bares del barrio para ver los lunes algo que me parecía sorprendente y misterioso: la repetición de los goles y mejores jugadas de cada partido de la jornada del día anterior (antes los partidos se jugaban en domingo). Cuando ya hubo tele en casa, asistir a todos los partidos televisados, y comentar las jugadas. Mi padre era un buen aficionado al fútbol, y apreciaba los entresijos del juego, no en vano en su juventud había sido jugador. No aprecié ningún rasgo de forofismo, salvo en lo concerniente a la selección española y, de vez en cuando, con una ligera inclinación hacia el Real Madrid, que no creo que fuera una manifestación de forofismo, sino el reconocimiento de la importancia simbólica que tenía para la época el que el Real Madrid nos redimiera de nuestro complejo de inferioridad con sus triunfos europeos. De vez en cuando sentenciaba : “me gusta ver los partidos del Madrid, porque es un equipo que juega y deja jugar...”. Pero, por encima de todas las cosas, a mi padre le gustaba el buen fútbol y aprovechaba cualquier lance del juego para hacer pedagogía conmigo, ensalzando los rasgos más deportivos (el esfuerzo, la superación, el respeto por el adversario) y censurando esas “pellejerías” tan frecuentes en el mundo de la competición (fingir, perder tiempo, buscar bronca...).

Hizo un buen trabajo, puesto que he mantenido la afición al fútbol, sin ninguna pasión por ningún color en particular. Mis afinidades por los distintos equipos no eran en absoluto incondicionales: me caían simpáticos los equipos de los que apreciaba buen fútbol. Me gustó la Real Sociedad, el Atlético de Madrid de Marcel Domingo -auténtico precursor del estilo español de fútbol que se consagró con la conquista del Mundial de selecciones-, la Holanda de Cruyff (y de otros tantos), el Barça de Guardiola... Nunca me emocionó el juego del Real Madrid, aunque aprecié mucho los méritos del grupo de canteranos de la “quinta del Buitre”. Pero, desde luego, nunca he sido antimadridista. Ser “anti” me parece una categoría ajena al deporte, por cuyos valores he mantenido el respeto que me inculcó mi padre. Tengo muy buenos amigos y amigas madridistas, y -huelga decirlo- son gente con criterio, y tienen tanto aprecio por el buen juego y los valores del deporte como yo mismo.

Pero con el encanallamiento de los tiempos, la polarización y la alteridad parecen haber sometido la convivencia a una especie de centrifugado tribal. Y el tribalismo se ha enseñoreado entre una buena parte de los aficionados, de manera que ya es dificil encontrar alguien con quien hablar de fútbol. Se ha pasado en poco tiempo de la típica coña de lunes en el bar entre simpatizantes de diferentes equipos al triunfo rampante de las posiciones más alejadas de mis ideales futbolísticos y deportivos. El fútbol ha dejado de ser lugar de encuentro para convertirse en una permanente camorra.

Y en ese ambiente bronco, fanático, irracional e irrespetuoso surge un nuevo madridismo, que encarna lo que me parece lo peor de este país: la intolerancia, la falta de respeto por los que no comparten preferencias, la persecución de la inteligencia, la exaltación del triunfo a cualquier precio, en definitiva, un movimiento al que le importa poco el fútbol y el deporte, y que adopta una identidad de aprecio por un club para no reconocer su carácter directamente reaccionario.

Esta mañana, leo en un post en Facebook de un “amigo” lo siguiente: “Felicidades al fútbol español y si hay un solo español que no se sienta feliz que se lo medique”. En los minutos de retraso antes del comienzo del partido, yo había publicado en mi Facebook: “En cada uno de los equipos que juegan la final de la Champions League hay un español: Carvajal en el Real Madrid y Thiago Alcántara en el Liverpool”.


Me cuesta trabajo reconocer en el Real Madrid a un equipo “español”. Los madridistas de nuevo cuño han llegado a odiar a la selección española porque el actual seleccionador ha pasado varias convocatorias sin incluir a ningún futbolísta del Real Madrid. Si no juegan jugadores del Madrid, la selección no merece llamarse “española”, parece ser la base del silogismo. Seguramente, si el Real Madrid alineara a más españoles, estos tendrían más posibilidades de participar en la selección.

Llevo bastante tiempo apreciando que cuanto más forofismo, menos importancia tiene el aprecio por el fútbol. Uno puede ser un magnífico forofo, incluso un tertuliano de esos nuevos formatos que son como el “Sálvame” en versión futbolera, sin tener ni la más mínima idea de fútbol, como frecuentemente ponen de manifiesto en sus intervenciones. Han dejado claro, además, que tampoco les importa mucho España, sino su tribu, con la que tienden a confundirla.

Cuando oigo hablar de los “valores” del Real Madrid, no puedo dejar de pensar en Florentino Pérez y su gestión del club como un espacio de negocio, negocio que solo es posible si se olvida el aprecio por el juego y los valores deportivos, y se abona el forofismo que solo quiere triunfos. No puedo dejar de pensar en sus movimientos para crear la Superliga europea, despreciando a tantos meritorios clubes de fútbol españoles que son la urdimbre institucional de una gran afición.

A mí también me gustan los triunfos, pero siempre los he entendido como la recompensa por hacer las cosas bien. Me encantó el éxito de la selección española en Sudáfrica, y en los dos campeonatos de Europa sucesivos, y alcancé una gran satisfacción por el hecho de que fuera Iniesta el autor del gol definitivo del Mundial. Me han encantado los éxitos de la selección española de baloncesto, en la inolvidable etapa liderada por Pau Gasol. Vibro y disfruto con la trayectoria de Rafael Nadal, un contrastado madridista que es ejemplo de todos los valores del deporte. Pero, mientras que el éxito es una cuestión contingente, hacer las cosas bien es la pura finalidad del deporte. Entregarse, dar lo mejor de uno mismo, esa y no otra es su esencia. El triunfo sabe bien cuando reconoce el mérito y la excelencia. No hay atajos. Ganar sin brillo ni mérito no me satisface en absoluto. Los éxitos a los que me refiero me han proporcionado satisfacción porque contienen genuinos valores deportivos, y están encarnados por auténticos cracks, que, además de su excelencia deportiva, hacen gala de unos valores humanos y cívicos encomiables, y que son, por eso, un motivo de inspiración para toda una sociedad.

Estos neomadridistas, que rinden culto al éxito, que desprecian e ignoran todo lo relacionado con el juego del fútbol y con los valores deportivos; que desprecian a la selección española, confundiendo España con su tribu, y de los que sospecho que tampoco le tienen mucho aprecio al club de sus amores, solo tienen una patria: ellos mismos (y ganar).

Por eso, harían bien los auténticos madridistas en proteger el patrimonio reputacional del club de la acción de esta turba que amenaza con parasitar y acabar engullendo su imagen y prestigio simbólico.