martes, 13 de febrero de 2024

Designificación

 

                                                    Máscaras venecianas, en la película Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrik

Escribo esta nota en la mañana de Carnaval de 2024, a propósito de mis reflexiones sobre la designificación de fiestas, celebraciones y rituales. Voy a referirme aquí a algunas a las que tengo un especial apego.

Durante mucho tiempo he asistido a la pérdida de significado de la celebración del Carnaval, que ha ido acompañada de su institucionalización y de un tránsito por el calendario que decreta finalmente el desdibujamiento de su sentido.

                                                  La pelea de don Carnal y doña Cuaresma. Brueghel el Viejo. 1559 (fragmento)

Choqué de bruces con la noción del Carnaval en Cuevas del Almanzora, a finales de los años '70 del siglo pasado. En el Casino, junto al Teatro Echegaray, se celebraba un baile de máscaras en el que los asistentes, con una voz impostada, habitaban el anonimato provocando todo tipo de situaciones divertidas y transgresoras. El puro espíritu del Carnaval, en una localidad que tiene el justificado orgullo de no haber dejado de celebrar la festividad ni en las oscuras épocas de la prohibición. Si cabe, es en esas épocas donde la transgresión cobraba todo su auténtico valor y alcance.

Mi curiosidad me llevó a conocer la naturaleza original de la celebración, relacionada con ancestrales rituales de excesos (cultos a Isis, rituales dionisíacos, saturnalia...) y su posterior vinculación con el calendario católico. El martes de Carnaval es el día antes del miércoles de ceniza, momento en el que empieza la Cuaresma, un periodo presidido por el recogimiento y la restricción. Precisamente este periodo de restricciones por venir es el que explica la tolerancia de la víspera, en el que se establece una indulgencia sobre los excesos carnavaleros. Es una válvula de escape preventiva de la presión de la restricción. Un día en el que habitar fuera de las normas sin graves consecuencias. Una colectiva despedida de soltero, o un Rumspringa de los amish, pero acotado a un día al año. La relajación de la norma y la invitación a la transgresión son el Carnaval. El disfraz y las máscaras son solo medios para mantener un anonimato que te permita acometer actos socialmente reprobables sin el riesgo de un reproche personal posterior.

La evolución a la que he asistido desde ese descubrimiento de juventud ha acabado por convertir al Carnaval en una fiesta de disfraces con un claro componente infantil, institucionalizado por administraciones públicas y la comunidad escolar, y trasladado en el calendario, de manera que ya no se habla de Carnaval, sino de carnavales, y su celebración se extiende a lo largo de varios fines de semana. Lo paradójico del asunto es que esa designificación, aparentemente transgresora del sentido original, supera esa tolerancia un poco paternal, tutelada por la Iglesia Católica, que ha acompañado durante siglos a la escenificación de la transgresión moral original. Pero lo hace, precisamente, prescindiendo de ese cruce de las normas como ritual de paso que está en su núcleo original, por lo que más que una transgresión supone una adulteración.

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Nací un 23 de junio, junto al solsticio de verano, el día de la noche de San Juan. Esa noche, el mar, el fuego, la reunión, los rituales, han marcado mi vida. La celebración de mi cumpleaños se extendía a lo largo de una noche especial. Como todos los chavales de Villagarcía, sabíamos que ese día había que recoger trastos y enseres viejos que nos entregaban los vecinos, para montar la hoguera para la noche. Una espontánea, completa, utilitaria y simbólica fiesta que en los años de mi adolescencia apelaba y convocaba a quienes teníamos el privilegio de haber nacido junto al mar. Las hogueras iban marcando los distintos emplazamientos (San Miguel, Los Tritones, Villagarcía, Las Conchas, Sorrento, Carabineros, Barrio de Pescadores...). Poco a poco, el fascinante ritual de la noche (el salto de las ascuas, las abluciones en el rompeolas, con plena conciencia de que en todas las orillas del Mediterráneo se estaba procediendo del mismo modo en ese mismo momento) fue convocando a cada vez más gente de toda la ciudad. Hasta que el recién constituido Ayuntamiento democrático decidió sabotear la fiesta organizando un sarao en las Almadrabillas, que interfería con la liturgia de un ritual cósmico, solar, de com-pañerismo (compartir el pan), perfectamente connotado por la fuerza inexorable de la rueda del año. Los grandes desastres suelen venir precedidos por las mejores intenciones y esa intervención municipal facilitó un cambio de escala de la fiesta que lo ha convertido en una especie de espectáculo para el posicionamiento turístico. Muy poca gente conoce el origen y el vigoroso simbolismo de la celebración, por lo que la designificación se ha consumado.

                                                      Hoguera de San Juan. Playa de Villagarcía (Almería)

Pero, de una manera inadvertida, el ritual y sus elementos significantes sobreviven, tal es la potencia de su atávico arraigo. Los que tenemos una vinculación especial con esa noche, la seguimos disfrutando y apreciamos el mantenimiento de sus elementos esenciales. Aunque íntimamente añoramos la oscuridad de esas noches de nuestro recuerdo, solo puntualmente interrumpida por las hogueras, seguimos hermanándonos con todos los habitantes de las orillas del Mediterráneo.


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En mi confesado propósito de convertirme en nijareño, recalé en la villa de Níjar a principios de 1983, para incorporarme al Ayuntamiento, tras superar unas oposiciones para un trabajo administrativo. De la inmersión en el mundo nijareño que me procuré, me queda una relación especial con los chisperos (16 de enero, día de San Antón), que conectaban muy bien con mi tradición polvorista, y complementaban mi vínculo solsticial de verano con este otro fuego solsticial de invierno. 

                                                      Polvorista en acción. Playazo de Rodalquilar.

Era una celebración tremenda, en toda la amplitud de la acepción, centrada en la villa de Níjar. El pueblo se cerraba, y no se permitía el paso a nadie ajeno a él. Al oscurecer la tarde, daba comienzo un ritual en el que los oficiantes, debidamente ataviados para minimizar riesgos, iban quemando chisperos por toda la zona vieja de la Villa. En sus pequeñas glorietas, plazas, o puntos de encuentro de calle, se formaban corros en los que todos sus componentes iban quemando y tirando chisperos que, en su aleatoria trayectoria rodeaban, percutían y acababan empercudiendo las blancas fachadas. Era el fuego de invierno. La peligrosidad del ritual, y algunos excesos fruto de la euforia polvorista acabaron provocando una intervención municipal que limita, regula y advierte de las responsabilidades. A tenor de los bandos municipales de los últimos años, los chisperos se queman en distintas localidades del municipio, pero en recintos acotados. En la villa, los chisperos se queman en el aparcamiento municipal del camino del Calvo. En este caso, la designificación viene por un intento de domesticación del fuego.

Pero, sobre todo, descubrí la romería de Huebro. No cabe en la dimensión de este escrito la descripción de las sensaciones de romería en un lugar tan fascinante como Huebro. Todas las maneras de vivir la romería (la ortodoxa, católica, la meramente tradicional, la del recuerdo de los moriscos y su habilidad para construir regadíos de montaña, la del ritual mediterráneo de celebrar juntos el “ser aquí”, la de la hermandad y la generosidad, la excesiva) se dan cita componiendo una escena embriagadora e inolvidable. En el centro, la relación de moros y cristianos, una representación que recrea el drama morisco (las capitulaciones, su incumplimiento, el bautismo obligatorio, la rebelión de 1568, la deportación y la expulsión definitiva en 1609). Como en tantos otros lugares moriscos, el culto católico se organiza en torno a la Virgen del Rosario, patrona de la pequeña localidad.

                                                      Collage de imágenes de Huebro (Níjar)

Huebro y su entorno forman un lugar que no deja indiferente a nadie. El día de la romería, Huebro florece, acogiendo a un elevado número de personas que recrean su vínculo con el sitio y con la memoria; tanto la memoria personal, trufada de momentos en los que Huebro aportó su singular escenario, como la memoria remota, con frecuentes componentes míticos, que nos conecta con significados romantizados por la imponente escena montañosa del valle de Huebro. ¡¡¡Viva Huebro!!!

Y, para los propósitos de este escrito, la romería de Huebro, cuya identidad ha sufrido mutaciones, abandonos transitorios y recuperaciones, es un ejemplo de ritual significante, por las múltiples interpretaciones, miradas y vivencias particulares a las que convoca, y que le proporcionan un renovado vigor. Pero no estaría mal que convivieran con una resignificación profunda de su simbolismo y significado histórico.

Este repaso por la designificación de fiestas y celebraciones que me son cercanas no estaría completo sin un análisis de las nuevas celebraciones, entre las que destacaría el Desembarco Pirata de San José, al que ya me referí en mi entrada sobre los Piratas de la Costa, y la Noche de las Velas de Rodalquilar, extravagante celebración cuyo análisis requiere una publicación específica.