martes, 17 de marzo de 2015

La trilogía del Fraile (II)

Que el cortijo del Fraile nos salve

Desde mi enraizamiento en el sureste nijareño, allá por mis años de juventud, he tenido siempre al Cortijo del Fraile como uno de esos sitios magnéticos, cargados de significado: un icono. Como es la mirada la que hace al símbolo, la capacidad narrativa del icono ha ido evolucionando, en paralelo a su decrepitud física, a medida que mi mirada iba revisitándolo.

En estos tiempos, ya en edad provecta, se me ha brindado la oportunidad de participar en una reflexión colectiva sobre el Cortijo del Fraile, enriquecedora, y que me ha permitido madurar mi visión sobre este elemento destacado de nuestro patrimonio, y, por extensión, sobre el papel que debe cumplir el patrimonio en una sociedad como la nuestra.

En el verano de 2004 elaboré un calendario sobre el Cortijo, en el que analizaba su fuerza simbólica, y concluía que era, sobre todo, el símbolo de la incapacidad institucional de una sociedad. Quiero retomar ahora ese hilo argumental.

En las últimas décadas, ha cristalizado una actitud reivindicativa por parte de sectores sociales, especialmente concienciados y sensibles con el valor de este elemento patrimonial. Los medios de comunicación se han hecho eco de esas reivindicaciones, y esto ha generado una conciencia social difusa de alineamiento con esta reivindicación: salvemos el Cortijo del Fraile.

Cuando el Cortijo sale en cualquier conversación, es inevitable que aparezcan los términos “pena”, “cae”, “de quien es la culpa”, “demasiado tarde”.

Mi convivencia con estas sensibilidades sociales, a las que pertenezco, me ha permitido diseccionar la condición narrativa de ese posicionamiento reivindicativo. Estos son los elementos textuales del relato.

-          El Cortijo del Fraile es valioso, por sus aspectos etnográficos, paisajísticos, arquitectónicos, y por su simbolismo lorquiano.
-          Estos valores están en riesgo por su deterioro físico, material.
-          Es necesaria una intervención pública para adquirirlo y arreglarlo.
-          Una vez recuperado arquitectónicamente, se pueden desarrollar en él múltiples actividades, tanto públicas como privadas, que tendrán asegurada su rentabilidad por el propio valor del icono.
-          Si esta secuencia no se produce es por la incapacidad política, que prefiere la confrontación con el otro antes que enfrentarse a su responsabilidad.

Y estos otros son los elementos implícitos, no menos importantes.

-          El Cortijo (por extensión, el patrimonio), tiene valor por sí mismo, que es apreciado por especialistas, gentes de la cultura y/o con formación y sensibilidad suficientes.
-          El deber social de estos colectivos concienciados y sensibles es exigir y reivindicar para que los decisores públicos se comprometan con las intervenciones necesarias.
-          El que estos decisores no vean la rentabilidad social y económica de esas intervenciones habla de su falta de documentación y de su incapacidad.
-          Tenemos de todo (apoyo social, capacidad intelectual y cultural para inspirar las intervenciones, capacidad técnica para desarrollarlas, capacidad gerencial para asegurar el éxito de la operación); solo nos falta el dinero, y no lo tenemos porque los que tienen que tomar la decisión no están a la altura de las circunstancias.
-          Nuestro drama colectivo es que nuestros políticos no son capaces de responder al “clamor” social, y son, definitivamente, el único obstáculo para la salvación del Cortijo.

Cuando me acerqué desde una nueva perspectiva a la situación del Cortijo, en el seno del Grupo de Trabajo de la Junta Rectora del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, empecé a sospechar que estas certezas, tan instaladas como complacientes, eran parte del problema, y explicaban en gran medida el estancamiento de la situación, su falta de perspectivas de superación.

Así, comencé a trabajar con algunas hipótesis heterodoxas (en mi línea). Las cosas que puse en duda:

-          Que hubiera una identificación clara de los valores del cortijo y su entorno, y que hubiera acuerdo sobre esos valores.
-          Que hubiera tanto apoyo social como implícitamente proponía el relato reivindicativo dominante.
-          Que el deterioro del cortijo fuera solamente físico, y que, en consecuencia, las intervenciones deberían ser materiales y de reconstrucción.
-          Que la adquisición fuera un paso ineludible y previo.
-          Que cualquier actividad que se desarrollara en el cortijo reconstruido sería exitosa y positiva, y que sabríamos gestionarla con éxito.
-          Que la pelota estuviera exclusivamente en el tejado de las Administraciones Públicas.

Como consecuencia de ese cuestionamiento, estuve en condiciones de proponer un relato alternativo, que considero pertinente, y que expongo brevemente, en la confianza de que pueda contribuir a remover certezas y a abrir espacios para un nuevo planteamiento de acción sobre el cortijo, y, de nuevo por extensión, sobre nuestro patrimonio.

1.- No tenemos suficientemente documentados todos los elementos históricos, funcionales, artísticos y simbólicos del cortijo. Por eso resultan tan expansivos los componentes míticos, como su vinculación lorquiana, a mi entender muy interesante como elemento de posicionamiento y de marketing, pero secundaria respecto a las cosas que este bien cultural puede contarnos.
2.- El deterioro físico del cortijo es una perfecta metáfora del deterioro cultural de nuestra sociedad, de la dificultad para reencontrarse con su memoria y con su identidad, lo que la lastra para enfrentar proyectos de futuro y de modernidad. Ese déficit identitario dificulta la identificación e impulso de proyectos colectivos, y nos condena a una estructura social dual, desarraigada y extrañada; carente, precisamente, de oportunidades para un reencuentro con su identidad.
3.- El auténtico valor de los elementos patrimoniales no radica en los aspectos ponderados por los especialistas, sino en su capacidad potencial para ofrecer articulación y cohesión social, y la oportunidad de participar en proyectos colectivos de éxito.
4.- La intervención sobre el cortijo no debe resolverse mediante proyectos y pliegos de condiciones para adjudicación de obra o concesión de gestión de servicios.Tenemos demasiados equipamientos interpretativos cerrados. La intervención que se requiere es aquella, en forma de proceso, en la que la sociedad pueda reencontrarse gozosamente con este elemento de su patrimonio. Es una gestión de oportunidades culturales, de agenda de actividades. Es una gestión a la que nunca nos hemos enfrentado, y hay dudas esenciales sobre su desarrollo, impulso, liderazgo. Pero es el enfrentamiento a esas dudas, y su superación práctica, la que nos permitirá madurar y asignar al patrimonio el auténtico valor potencial que los especialistas reconocen, pero que la sociedad no acaba de hacer suyo.
5.- Las intervenciones materiales, físicas, deben desarrollarse gradualmente, y a medida que la agenda de participación social vaya exigiéndolas.
6.- Las formas de gestión están completamente abiertas, tanto para la disponibilidad del bien como para el desarrollo de la agenda cultural. No suponen una condición “sine qua non”, ni son previas a la acción sobre el Cortijo.
7.- Las formas de participación e impulso social de las iniciativas también están expeditas. No hay ningún obstáculo para empezar a trabajar en esta línea.

En definitiva, el obstáculo para trabajar de una forma estratégica para que los valores de nuestro patrimonio nos fortalezcan como sociedad está en nosotros mismos. Somos nosotros (todos) los responsables de este espectáculo deprimente y penoso de incapacidad colectiva.

Y todo por la dificultad para entender un hecho simple: no somos nosotros quienes debemos salvar al Cortijo del Fraile. Es el Cortijo del Fraile (y por extensión, todo nuestro patrimonio) quien debe salvarnos. Somos nosotros los que necesitamos una redención; es nuestro propio deterioro el que está dificultando el enfrentamiento con nuestros retos. Y los elementos del patrimonio son oportunidades para unirnos en torno a procesos colectivos de apropiación y de vivencia, en torno a liderazgos colectivos, de proyecto.

sábado, 28 de febrero de 2015

Una manera de ser andaluz

Nunca me he caracterizado por mi fervor andaluz. Mi inclinación identitaria, muy potente, no encaja en esa circunstancia político-administrativa: encaja en el sureste, como región sentimental, en Almería como espacio de referencia, y, muy especialmente en Níjar, la forma más extrema de ser almeriense y del sureste. A estas escalas se refiere mi sentido de pertenencia.

Tengo recuerdos juveniles de la emersión de la identidad oficial andaluza, bastante a rebufo de la eclosión nacionalista de la transición, y, básicamente, como una manera de “no ser menos” entre el elenco de lo que luego serían Comunidades Autónomas. Así que, por motivos de edad, he tomado conciencia de ser en un momento en que Andalucía era absolutamente irrelevante como elemento identitario. Mi identidad originaria estaba más relacionada con la pertenencia a una tierra dejada de la mano de Dios, “en el culo del mundo”, como solía decirse. Una pequeña ciudad esquinada, en la que con frecuencia se hablaba del traslado a Granada de algún enfermo. Granada era una especie de puerta de entrada al mundo, que nos esperaba a los almerienses de la época que estábamos llamados a cursar estudios superiores.

Aprendí a amar Granada, una ciudad tan fascinante para un visitante como hostil para el que tiene que vivirla. Mis derroteros profesionales como geógrafo me han llevado a recorrer toda Andalucía, y a participar en algunos proyectos territoriales de escala regional (ordenación del litoral, red de miradores…). También a vivir intensamente rincones de la región como la Sierra de Segura en Jaén o el Condado de Huelva. He podido disfrutar de la diversidad de una región extensa y muy contrastada, a medida que Andalucía se convertía en mi mercado profesional “natural”, ya que mi dedicación a la consultoría territorial para administraciones públicas me vinculaba crecientemente con políticas regionales.

He hecho excelentes amigos en todas partes de Andalucía, y especialmente en Sevilla. A través de su mirada he podido comprender otras identidades que conviven en la región. He construido un “mapa” mental de esas identidades, que, como todo lo que se manifiesta en el territorio es susceptible de ser observado en diferentes niveles de “zoom”: estando en Sevilla puedo hablar de una identidad almeriense (cosa que hago con frecuencia), pero si estoy en mi tierra, tengo que anotar las sustanciales diferencias entre un alpujarreño, un almanzorí, un nijareño o un velezano.

Como los almerienses arrastramos cierto estigma ante el resto de los andaluces por el famoso resultado del referéndum sobre el artículo constitucional en que debía desarrollarse la autonomía andaluza, con mucha frecuencia he sido emplazado a definirme sobre mi identidad. Sistemáticamente, he respondido: si se puede ser andaluz siendo como soy, no hay ningún problema; si tengo que cambiar para parecerme a algún arquetipo andaluz, entonces sí tendremos problemas.

En consecuencia, puedo predicar que mi manera de ser andaluz es ser almeriense. Me gusta bromear insinuando mi supuesto nacionalismo almeriense o nijareño. Contrariamente a lo que se dice, este nacionalismo mío no se ha curado viajando, antes bien, se ha hecho más preciso, más perspicaz; he aprendido de las diferencias.

La cuestión principal es si esta manera de ser andaluz –siendo almeriense- es o no pacífica. Manuel Castell señalaba que hay tres maneras de construir la identidad colectiva: una identidad legitimadora, una identidad de resistencia y una identidad de proyecto. La primera se refiere a la construcción institucional y a una supuesta identidad que legitima dicha construcción. La construcción institucional de la Junta de Andalucía se remite a una supuesta identidad andaluza legitimadora. Las identidades de resistencia se construyen mediante la lucha contra la marginación o la opresión. En los primeros momentos, la construcción de la identidad andaluza tuvo esta connotación, pero, tal como señala Ángel Acosta Romero (“Pensar Andalucía: la identidad andaluza desde el pensamiento complejo”. Comunicación en el VIII Simposio de la Asociación Andaluza de Semiótica), la implantación de la institucionalidad andaluza podujo el paso de la identidad de resistencia a la de legitimación, generando como subproducto nuevas identidades de resistencia de escala menor (competencia entre ciudades o entre provincias, todos contra Sevilla –menos Huelva-).

Lo que tenemos en falta es una identidad de proyecto y la gran pregunta es cuál sería la escala adecuada para esa identidad.

En este orden de cosas, tengo que dejar constancia de mi creciente incomodidad como almeriense, ante la manifiesta dificultad para encajar nuestras singularidades en el programa de gestión regional. No es solo un reproche al gobierno andaluz. También hay que señalar la falta de liderazgo y de peso político de nuestros representantes almerienses en las instituciones andaluzas. La promoción política de cualquier almeriense pasa por la sumisión a las políticas generales andaluzas, de donde proviene el poder de poner y quitar puestos. También hay que hacer un reproche a la debilidad de otros liderazgos almerienses, en el terreno social, empresarial, cultural. ¿Somos víctimas de la ley del número, de nuestra debilidad demográfica, de nuestro periferismo? ¿No somos, también, víctimas de nuestra propia idiosincrasia, de nuestra falta de fe en la posibilidad de construcción colectiva del futuro?

Para el resto de los andaluces, los almerienses somos un pequeño apéndice periférico: los ultramontanos, los orientales, los levantinos.

Pero ¿qué somos para nosotros mismos?. Hoy es fácil encontrar en las redes sociales espacios de exaltación de la identidad almeriense, como identidad de resistencia. Visito estos espacios con una mezcla de curiosidad y regocijo, pero acabo deprimiéndome cuando constato la insistencia en subrayar lo que no somos y la dificultad para definir nuestra identidad en positivo.

La cuestión que deberíamos plantearnos es si la resignación, la pasividad y el escepticismo son parte sustancial de nuestra identidad o si deberíamos sustituirlos por compromiso, dedicación y dignidad, materiales que necesitamos para construir una identidad de proyecto almeriense. Una identidad que, como decía sobre la mía personal, si puede darse dentro de Andalucía, no hay ningún problema, pero si tengo que renunciar a ella por pertenecer a Andalucía, entonces sí que tendríamos un problema. 

martes, 13 de enero de 2015

La trilogía del Fraile (I).

Esencia y simbolismo del cortijo del Fraile. Una aproximación histórica

En el llano sedimentario intracaldera que ocupa el cortijo de El Fraile se produce un contacto litológico mágico: las dacitas y andesitas volcánicas aportan sedimentos por el sur, levante y poniente. Un complejo arrecifal carbonatado hace su aportación por el norte. Los sedimentos generados a partir de roca madre de origen volcánico son ricos en nutrientes y muy reverdecientes por su condición ferruginosa, pero son sensiblemente impermeables, lo que dificulta el desarrollo horizontal del suelo. Los que provienen de carbonatos son ricos en calcio, muy porosos y sumamente permeables. La unión de ambos sedimentos constituye un sustrato excepcional, equilibrado y de gran aptitud agronómica.

Este llano sedimentario, integrado en el conjunto de El Hornillo, alberga en su subsuelo un acuífero detrítico de alimentación local, de reservas moderadas, pero suficientes para las explotaciones de baja intensidad que se han producido a lo largo de la historia. Los pozos de La Tórtola, el Fraile, Requena, el Madroñal, el Higo Seco, y las norias de Fernán Pérez (8) y Los Martínez, son los testimonios de la presencia de este acuífero, mientras que los numerosos aljibes ponen de manifiesto que no hay que dejar perder el agua de lluvia.

Antes de ser poblado, ya entrado el siglo XIX, el Hornillo había sido desde época califal un “invernadero”, un lugar donde llevar a pastar en invierno los rebaños de las sierras de lo que más tarde sería el reino de Granada. Desde la Reconquista, la administración de estos herbajes del campo de Níjar correspondía al concejo de la ciudad de Almería, que destinaba lo recaudado por su arrendamiento al mantenimiento de las murallas de la ciudad. A mediados del XVIII la villa de Níjar crea su propio concejo, que desde ese momento administra estos bienes pecuarios.  El Fraile era el nombre que recibía una de las majadas concejiles, seguramente en referencia a los frailes veedores, encargados de la administración de los rebaños de la Mesta del Reino de Granada, y estaría emparentado con el resto de los topónimos de la trashumancia (cerro del Fraile, Boca de los Frailes, Pozo de los Frailes, Cortijo de la Veedora, Loma del Bobar, Majada de las Vacas).

Durante el s. XIX, una serie de acontecimientos ponen fin al ciclo ganadero, estimulando la colonización agrícola de los campos de Níjar.
-          El decaimiento de los derechos de la Mesta, y su posterior extinción.
-          El fin de la inestabilidad geopolítica en el Mediterráneo Occidental, que venía fraguándose desde finales del XVIII.
-          La constitución de los municipios españoles (1822, 1833).
-          Sucesivas desamortizaciones, en especial la que afecta a la privatización de montes comunales o de propios (1855).

Se desarrolla un modelo territorial que se adapta a las contrastadas condiciones ambientales y agronómicas de esta esquina peninsular, y cuyas principales características son:
-          Es un modelo agrosilvopastoril, es decir, gestiona integradamente cultivos, aprovechamiento de monte y ganadería estabulada o semiestabulada.
-          La principal orientación agrícola es la cerealista, especialmente cereal de secano (de invierno), para lo que se despliega un conjunto muy significativo de equipamientos productivos.
-          La preparación del terreno mediante aterrazamiento con balates, las eras, trojes, graneros y hornos son los principales elementos de este equipamiento.
-          Otros cultivos complementarios son los frutales, en el borde de las paratas (olivo, almendro, higuera) y pequeños enclaves de huerta donde hay posibilidad de irrigación (junto a pozos, norias o aljibes).
-          La baja intensidad de las explotaciones produce un patrón de poblamiento de cortijos o cortijadas rodeadas de grandes vacíos entre ellas (la superficie necesaria para la reproducción de las funciones de estas unidades).

Es un modelo colonizador, de ocupación de un espacio hasta entonces vacío. La superación de la ganadería, muy enraizada en el Antiguo Régimen, no supone un exponente de modernidad. Al contrario, el tipo de estrategia agrícola de subsistencia en estos terrenos, “al filo de la navaja” por motivos climáticos, se emparenta con las prácticas de la revolución agrícola del neolítico.

Gil Albarracín da noticias de una plantación de olivos y vides en el paraje del Fraile a cargo de los dominicos de Almería a principios del XIX. No consta que hubiera edificación alguna. La finca del Fraile, con sus edificaciones características, data del último tercio del XIX. La capilla se consagra en 1867, cuando la finca había recaído mediante desamortización en la familia Acosta Oliver. Las desamortizaciones de montes de propios en esta época (a partir de 1855) están en el origen de las grandes propiedades que se organizan en los campos de Níjar, que acaban en manos de la burguesía almeriense, que después de enriquecerse con negocios mineros y de exportación portuaria, habían vuelto a la propiedad de la tierra. El Fraile y El Romeral son ejemplos característicos de inversiones agrarias por parte de familias burguesas de la capital. Son la versión nijareña de las grandes transformaciones agrarias en torno al Canal de San Indalecio en el valle bajo del Andarax, donde esa efímera burguesía, devenida oligarquía agraria, desarrolla sus proyectos y su arquitectura representativa.

En los Campos de Níjar, estas fincas, de propietarios absentistas almerienses, se desarrollan según un modelo proyectual, técnico e ilustrado, y suponen unos islotes de modernidad en un océano neolítico. Esta dualidad de la estructura agraria nijareña, de pequeños propietarios en cortijadas dispersas con un horizonte de subsistencia, conviviendo con grandes explotaciones conectadas con mercados exteriores, será una constante hasta la llegada de la Colonización del siglo XX.

La traza, organización y desarrollo del programa productivo del cortijo lo diferencian claramente del resto de cortijos y cortijadas de su entorno territorial (Montano, la Cortijada, La Tórtola, el Campillo de doña Francisca, Requena, el Madroñal). La capilla es su elemento arquitectónico más singular. Pero, reconociendo esa singularidad, lo cierto es que su equipamiento productivo (eras, norias, pozos, aljibes, chiqueras) es común al resto de asentamientos rurales de baja densidad. Las condiciones agroambientales y las necesidades de la estrategia productiva se imponen y contribuyen de esta manera a crear una ambigüedad no suficientemente clarificada: ¿es el cortijo del Fraile un elemento representativo de la arquitectura rural nijareña o una singularidad en ese contexto?.

La respuesta a esta ambigüedad es relativamente sencilla.

La finca del cortijo del Fraile comparte con el resto de las explotaciones de su entorno la dedicación a un modelo agrosilvopastoril de base cerealista y un marco territorial que obliga a soluciones comunes respecto al agua. En cambio, se diferencia del resto de las explotaciones agrarias del entorno por su tamaño, su traza, su capitalización, su división del trabajo, las relaciones salariales entre propietarios, cortijeros y asalariados, y, especialmente, por su orientación a la generación de excedente, es decir, por su condición comercial.

En este marco social se desarrollan los hechos que dan lugar al conocido como “crimen de Níjar”. Dos familias se ponen de acuerdo en casar a sus hijos para reforzar la posición del clan en el control y explotación de fincas. La boda había de celebrarse en el cortijo de El Fraile. El pragmatismo y la lógica del clan chocan con los sentimientos de la contrayente, que decide huir con su verdadero amor. Es la rebelión de la libertad individual, encarnada por la novia, contra los designios utilitarios del clan. Pura modernidad, que, sin embargo, es truncada por la sangre. En una tierra donde la modernidad parece maldita, desde el fracaso del Embalse de Isabel II. Donde tanta modernidad frustrada ha acabado generando una especie de unamuniano sentimiento trágico de la vida, expresado en dichos populares como “aquí se estrellan los talentos” o en un cáustico “¿en qué acabará esto?” que suele expresarse en los momentos de gozo o bonanza.

Carmen de Burgos, tan sensible con los temas propios de la modernidad deseada para España, y, muy especialmente con los de la liberación de la mujer, encuentra en estos hechos motivo de inspiración en su obra “Puñal de Claveles”, esencialmente fiel a los sucesos del crimen de Níjar, pero construida narrativamente para subrayar la permanencia de una España profunda que no está dispuesta a aceptar la libertad individual, la libre expresión de los sentimientos.

Federico García Lorca conoce los hechos a través de la prensa, durante su estancia en la Residencia de Estudiantes. Los titulares que dan cuenta del suceso sirven para estimular una reflexión lorquiana sobre amor y muerte, en el marco de una pasión rural mediterránea. Un planteamiento mucho más universal, que no adquiere deudas con el relato de los hechos ocurridos en las inmediaciones del Cortijo, sino que se vale de ellos para proyectar una gran tragedia teatral: Bodas de Sangre. Curiosamente, el reproche castizo insiste en que Lorca no estuvo en el cortijo, ni lo conocía, como si eso restara algo de valor a la producción teatral.
El Cortijo del Fraile ya está en el mapa, a través de la obra de Lorca y de la enorme proyección internacional de su figura.

Pero no acaba ahí su historia. Durante la Guerra Civil, en el cortijo de el Fraile se asienta una colectividad agrícola anarcosindicalista, hecho prácticamente indocumentado, y residenciado, a día de hoy, en memorias personales de niños de la época, afortunadamente aún entre nosotros.

Para cerrar el acercamiento histórico, hemos de reseñar la importante historia minera de la finca donde se ubica el cortijo. Esta finca se extiende hacia levante hasta las inmediaciones del pueblo de Rodalquilar, incluyendo en su perímetro gran parte del cerro del Cinto, epicentro de la explotación aurífera a cielo abierto de la última etapa de minería pública a cargo de la Empresa ADARO, del Instituto Nacional de Industria. También incluye el barranco de la Felipa, donde se situó la conocida como planta de Abellán, y el cerro de la Cruz, donde se encuentra la planta María Josefa, ambas de amalgamación por mercurio, y primeros antecedentes de la actividad metalúrgica en el coto minero de Rodalquilar. Pero lo más destacado del equipamiento minero de la finca es la planta Denver, planta de cianurización que se encargó de la elaboración de oro desde 1956 a 1966, año del cierre minero, situada en la zona más oriental de la finca, que linda con la finca pública de Rodalquilar.

El último episodio minero es el de la empresa St.Joe Transaction, que obtuvo un permiso de investigación minera en 1987, y que hasta 1990 estuvo tratando distintos estériles de la actividad minera pasada en una planta de lixiviación situada dentro de la zona agrícola de la finca del cortijo del Fraile. De hecho, la balsa de lixiviación forma actualmente parte del sistema de riego de la finca.

Estos  son los principales ítems del ser del cortijo del Fraile. Su interpretación simbólica es compleja, y sujeta a diferentes relatos o narrativas. Me interesa aquí destacar su papel pionero, su condición de frontera de la modernidad, que se expresa en el paso de la ganadería estacional a la agricultura, en el gran conflicto moderno que subyace en la historia del crimen de Níjar, en su vinculación con los distintos ciclos minero-metalúrgicos del distrito aurífero de Rodalquilar y en la utopía libertaria de la colectividad agrícola durante la guerra-revolución.


Seguramente el trance que ahora nos ocupa supone una nueva frontera, esta vez entre la modernidad y la posmodernidad: el tránsito de una sociedad absentista que construye instituciones huecas  a otra sociedad, convocada al protagonismo y reclamada como actor imprescindible del reencuentro con la identidad y con la memoria a través de su patrimonio.