Reflexiones
sobre el valor del patrimonio , a
propósito del patrimonio geológico y minero
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Montaje fotográfico que ilustra la ubicación original del castillete de la mina Consulta (Rodalquilar) |
1 Nuestra noción de “patrimonio”
El
campo semántico de “patrimonio” incluye distintos componentes:
Un
componente de valor (Se considera valor patrimonial el valor
contable con que se ha registrado un bien en los libros de
contabilidad).
Un
componente de titularidad, de pertenencia o posesión
(Fulanito de tal es titular o poseedor de un importante patrimonio).
Un
componente de transmisión entre generaciones, de herencia
(existe un polémico impuesto de transmisiones patrimoniales).
En resumen, patrimonio es algo valioso, que nos pertenece y que debemos atesorar para legarlo a nuestros herederos. Este es el sentido de nuestro concepto moderno de patrimonio. En una primera adjetivación, surge el concepto de patrimonio cultural. Este concepto prescinde de una de las cualidades semánticas del término, el de la posesión. De esta forma, pueden considerarse bienes de interés cultural propiedades privadas, sobre cuyo uso y dominio recaerán distintas restricciones en atención a las otras dos cualidades semánticas: son valiosos y debemos velar por una correcta transmisión generacional. Aunque no nos pertenezca el bien material, sí nos pertenece la información cultural que contiene, su significado.
¿Cómo
saber cuál es el alcance de nuestro patrimonio? Pues, haciendo un
inventario. También cuando nos referimos al patrimonio cultural. Los
catálogos e inventarios son los primeros instrumentos de las
pioneras legislaciones protectoras del patrimonio cultural.
Pongo la cursiva en “protectoras” por un argumento que
desarrollaré más adelante.
Con
este andamiaje jurídico-administrativo comienza nuestra andadura
colectiva por el patrimonio cultural. De los momentos fundacionales,
tres certezas persisten a día de hoy, a mi juicio, de una manera
torpe.
La
primera es que la apreciación del valor corresponde a
especialistas, a profesionales, científicos o iniciados en los
conocimientos necesarios para verificarlo.
La
segunda es que ese valor se asigna a un bien material, tangible, a
un objeto (sea una pequeña joya o una catedral gótica).
La
tercera, consecuencia de la segunda, es que la labor básica de los
poderes públicos respecto al patrimonio cultural es su protección,
conservación y, en su caso, restauración o reconstrucción.
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Cerro del Cinto, principal zona de extracción en diques auríferos de alta sulfuración. Rodalquilar (Níjar, Almería) |
2 La
recepción social del concepto “patrimonio”
Como
tantos otros conceptos que articulan las preocupaciones de clases
sociales o colectivos emergentes, el de patrimonio ha experimentado
un proceso de expansión en las últimas décadas. Se empezó a
desdoblar en patrimonio natural y cultural; más tarde en material e
inmaterial. El concepto de patrimonio histórico empezó a convivir
con el de patrimonio cultural. El resultado de esta expansión
conceptual ha sido la sofisticación del término “patrimonio”,
con una creciente diversidad semántica, en el contexto de una
sociedad más diversa y compleja. Uno de los efectos de esta
expansión del concepto “patrimonio” es que amplias capas de la
población tienen dificultades para identificarse con los nuevos
objetos y elementos que distintos especialistas consideran dignos de
integrar el patrimonio. De esta manera, el empleo del término pasa
de ser pacífico (los elementos que se consideran patrimonio son
reconocidos por la sociedad) a ser conflictivo (se emplea el término
patrimonio para llamar la atención sobre la necesidad de apreciar
determinadas cosas, sin que exista un apoyo social claro, o, en los
casos más extremos, a pesar de la oposición social). Son los nuevos
“patrimonios”.
A
partir de aquí, los “activistas” del patrimonio se especializan
en la interlocución con los poderes públicos, espoleados por el
marco europeo, y ante la indiferencia social, lo que me inspiró una
reflexión crítica sobre el estado de la cuestión, y decidí
repensar los tres puntos que he denominado “fundacionales” en
cuanto al patrimonio cultural:
Respecto
al primer punto, es la sociedad en su conjunto la que tiene que
apreciar el valor de las cosas, puesto que, sea cual sea el
patrimonio que se promueve, será un patrimonio de toda la sociedad.
Los especialistas y científicos deben contribuir con su producción
intelectual al reconocimiento de ese valor. El activismo patrimonial
debe velar por el reconocimiento jurídico y administrativo de esos
bienes, pero también debería emplearse en la ampliación de la
base social de apoyo a esas políticas.
Respecto
al segundo punto, hay que complementar la inercia objetual del
patrimonio con la incorporación de los relatos que facilitan la
captación del sentido, del contexto y del significado de esos
bienes. Lo que acerca a la sociedad al aprecio por estos bienes es
compartir su significado.
Respecto
al tercer punto, los poderes públicos deben incorporar a sus
labores tradicionales la dinamización, la interpretación, la
entrega efectiva a la sociedad del significado de cada uno de los
bienes, o de su interrelación en sistemas significantes.
En
definitiva, lo que realmente crea patrimonio, es decir, aprecio por
el valor de algo que nos pertenece y que debemos transmitir a las
siguientes generaciones, es la comprensión de su significado, a
través de una serie de bienes y servicios culturales cuya producción
y distribución es la finalidad de la gestión cultural. Las acciones
que generan patrimonio están más próximas a la interpretación que
a la reconstrucción. Y, además, son mucho más baratas. Lo
realmente paradójico es que la única manera de que los decisores
asignen recursos a un mantenimiento decoroso de los elementos
materiales del patrimonio es que haya una presión social suficiente,
y esta sólo se producirá si hay una complicidad con el significado
de esos elementos materiales.
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Zona de las instalaciones de desagüe y minas "ricas" en el barranco Jaroso (Cuevas del Almanzora, Almería) |
3 El
patrimonio industrial y minero
Por
acercarnos al tema que me preocupa hoy, hay que anotar la
relativamente reciente aparición de conceptos como el de patrimonio
industrial, en el que cabe incluir también el patrimonio minero (en
1987 participé en Granada en la creación de una Asociación para la
promoción de la Arqueología Industrial, impulsada por el que fuera
profesor de Historia en mi instituto, Miguel Ángel Rubio Gandía).
Lo novedoso de esta incorporación es la reivindicación de los
espacios, instrumentos y jerga del trabajo industrial como elementos
significativos para formar parte del legado patrimonial. Esto supone,
en la práctica, un socialización y democratización del concepto de
patrimonio. Hasta ese momento, los bienes del patrimonio cultural
eran siempre producto de la acción de las clases o instituciones
dominantes: eran las manifestaciones, la forma de expresión de los
poderosos. Ahora se incorporan también los espacios del trabajo,
tanto industrial como agrario o rural.
Dentro
de este “patrimonio industrial”, tiene también su espacio el
minero. Los escenarios de la minería son impactantes. Suponen
grandes alteraciones del medio, y, con frecuencia, dan cuenta de la
evolución tecnológica de una sociedad, especialmente en la
metalurgia. Los espacios mineros abandonados, ocasionalmente
acompañados de fundaciones urbanas específicas, tienen una gran
capacidad evocadora y conmovedora. Son terreno abonado para
intervenciones de clarificación del significado. Pero no siempre
están en los mejores lugares para su disfrute. Por otra parte,
suelen ser lugares peligrosos, en los que la adecuación para la
visita o el disfrute resulta muy costosa. Y, no nos engañemos, somos
un país pobre, no tanto por nuestras variables económicas, sino,
sobre todo, por la falta de comprensión y apoyo a las políticas de
desarrollo basadas en la identidad y en la recuperación patrimonial.
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Maqueta 3D de la cartografía interpretativa del paisaje minero de Sierra Almagrera (Cuevas del Almanzora, Almería) |
4 No
pronunciarás el nombre del “patrimonio” en vano
La
secuencia es más o menos conocida:
Un
experto identifica el valor patrimonial de algo, a partir de su
mirada de experto. En seguida, pide (o exige) a las Administraciones
Públicas su reconocimiento, mediante su inscripción en algún
registro o inventario de “bienes patrimoniales”, lo que, hasta
hace unos años, causaba efectos jurídico-administrativos, e
interfería con el derecho de propiedad, limitando o condicionando
sus límites, no ya con carácter general, como hace el planeamiento
urbanístico, sino en función de ese valor detectado por el experto.
Como
cada vez hay más expertos, que necesitan su legitimación social y
su espacio de rendimiento económico, las invocaciones del valor
patrimonial de algo se hacen cada vez más diversas, abigarradas,
bizarras y puede que de extravagantes a incomprensibles. Por eso, los
poderes públicos inventan formas de declaración del valor
patrimonial que carecen absolutamente de efectos
jurídico-administrativos, como la de los Paisajes Culturales, y que
no obligan a nada a la entidad que promueve su declaración. Se
contenta así a la parte “experta” de la sociedad, sin perturbar
derechos y obligaciones. Es una auténtica práctica retórica.
Pero
el insaciable experto no se conforma con esa declaración. Ante la
evidencia de que las declaraciones sirven de poco, y de que, en todo
caso, la ley de la gravedad es más determinante que cualquier ley de
patrimonio, al experto no le queda otra vía que la del activismo
patrimonialista, azote de instituciones públicas y martillo de
desviacionistas. La lógica del activismo es bastante opuesta a la
del conocimiento, con lo que el perfil del experto se desdibuja, en
una metamorfósis a “mosca cojonera”.
Y
el dato que no debemos olvidar: la mayor parte de la sociedad asiste
indiferente a estos movimientos, y, en general, los entiende opuestos
a sus anhelos inmediatos, que tienen más que ver con la satisfacción
de necesidades básicas. La preocupación por cosas cada vez más
incomprensibles comparece, definitivamente, como rasgo de clases
ociosas, funcionarios o liberados de todo tipo, que pueden permitirse
el lujo de la elevación de su espíritu, puesto que no tienen que
distraerse con la lucha cotidiana por sobrevivir.
Los
expertos y activistas tienen que luchar contra ese estigma y
despliegan su estrategia en una doble dirección: adoptan un lenguaje
economicista para referirse a las cosas por ellos apreciadas: bienes,
recursos, valor...; y justifican el interés de dedicarse a estas
cosas por su supuesto efecto benéfico para el turismo.
La
impostura de esta estrategia alcanza su climax con el uso del término
“patrimonio”. Llamar a algo “patrimonio” es una jugada
maestra del activista, a condición de que se refiera a objetos que
tradicionalmente han quedado fuera de esa categoría. Llamar
patrimonio a algo incomprensible para el común de los mortales
significa: “yo sí que soy sensible y culto, y no como tú, que
eres un paleto”. Por supuesto, ningún activista reclamaría la
consideración de patrimonio para la Alcazaba de Almería o la
Alhambra de Granada: el acuerdo social sobre esta cuestión es
consistente y el activista no aparecería como alguien culto o
sensible, sino como un auténtico desequilibrado. Pero si reclamas la
condición de patrimonio para un balate (muro de piedra seca), una
parte de la comunidad sí admirará tu sensibilidad o tu cultura,
mientras que otra seguirá considerándote un desequilibrado. Así,
la jugada maestra ya está en marcha: el activista consigue
distinción social respecto a gran parte de sus semejantes, y, sobre
todo, reafirma el desprecio a los “políticos”, que nunca están
a la altura de la sensibilidad del activista.
Asistimos
así a un espectáculo muy característico del aquí y ahora: la
parte más culta, sensible y activa de la sociedad tiene más
incentivos para distinguirse del resto que para operar socialmente,
ampliando la base de complicidad con el valor de las cosas. Tiene más
incentivos para desprestigiar a las instituciones y a quienes
eventualmente las dirigen que para colaborar con ellas para conseguir
los fines que dicen perseguir.
Y
llegamos al centro de la cuestión: ¿quién o qué, y a partir de
qué mecanismos, hace que algo sea “patrimonio”? Y para contestar
a esa cuestión, debemos distinguir dos planos: el formal o
institucional y el real o cultural. En el plano formal, el
proceso para el reconocimiento del valor patrimonial de algo empieza
con una investigación y documentación, su análisis por las
instituciones culturales, la propuesta de su inserción como bien
tutelado por los poderes públicos y su publicación en el Boletín
correspondiente, que causa efectos jurídicos (si es el caso). En el
plano real, una cosa es patrimonio cuando la sociedad así lo
reconoce, y lo utiliza como palanca para conseguir fines sociales de
distinto tipo. Ese reconocimiento social es cultural, y, en
consecuencia, puede promoverse, acelerarse o articularse mediante
distintas acciones, en general, inéditas en nuestro entorno, a las
que me referiré en el capítulo final de este artículo.
La
existencia de estos dos planos es común en todas las sociedades. La
relación dialéctica entre ambos caracteriza las capacidades
colectivas, y es un motor de cohesión, avance y progreso. Lo que no
es tan común es que esos dos planos tiendan a una vida autónoma,
sin relación especial entre ellos. Es entonces cuando podemos
advertir componentes patológicos en la organización social, que
condenan a la esterilidad al papel articulador que cabría,
cabalmente, asignar al patrimonio.
Y
aquí es donde debemos concluir con el diagnóstico de dos rasgos muy
característicos de nuestra sociedad, cuya consideración es
fundamental para una reflexión crítica sobre el papel del
patrimonio en nuestras estrategias de cualificación. En primer
lugar, la desarticulación provoca una multiplicación de los
“segmentos” sociales, motivados por raza, género, creencia,
condición económica, cultural, geográfica; y una paralela
descomposición de los vínculos de confianza entre segmentos y en
que todos debemos contribuir a los objetivos comunes. Esos objetivos
comunes van debilitándose hasta casi desaparecer, sustituidos por un
creciente tribalismo. En segundo lugar, la desconfianza respecto a
las instituciones, heredera de los seculares abusos de poder, indica
que no hemos desarrollado una lógica del poder democrático que nos
permita apreciar a las instituciones como propias, y herramienta
imprescindible para conseguir nuestras aspiraciones.
En
este orden de cosas, y ante la gravedad de los procesos de
descomposición social, cabría preguntarse si debemos seguir
intentando “salvar” al patrimonio, o si deberíamos procurar que
el patrimonio ayude a “salvarnos”.
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Máquina de vapor del barranco Chaparral, en sierra Almagrera (Cuevas del Almanzora, Almería) |
5 La
“puesta en valor” del patrimonio. La cuestión instrumental
Desde
que tengo memoria profesional, siempre he convivido, no sin
incomodidad, con esta fórmula, traducida directamente del mettre
en valeur francés, y que tiene especial carta de naturaleza en
su aplicación a los bienes o recursos culturales. De esta forma, la
expresión “poner en valor el patrimonio” es tan frecuente que
casi se ha vuelto tópica. Una vez que es tópica, podemos
considerarla muerta, por lo que procedería hacerle la autopsia.
Vamos a ello.
En
la expresión “poner en valor el patrimonio” hay algo que
chirría, a primera vista. Si el patrimonio, tal como hemos convenido
al principio de este artículo es, por definición, algo valioso,
¿por qué hay que ponerlo en valor? ¿No será que estamos
utilizando el término “patrimonio” para algo que no lo es,
aunque desearíamos que lo fuera, tal como se sugiere en este artículo?
Podríamos
calificar esta frecuente y paradójica situación como una
“anticipación”. Quienes, por su formación o especialidad
científica o profesional, aprecian el valor cultural de algún
elemento, espacio o paisaje, le asignan el término “patrimonio”,
anque la sociedad no lo reconozca. Esta anticipación voluntarista
provoca algunas consecuencias indeseables. Una vez denominada una
cosa (con frecuencia una ruina) como patrimonio, lo único que queda
es “protegerlo” y, eventualmente, invertir en su adquisición o
reconstrucción...). Es decir, entre el científico, profesional o
experto que anticipa el valor patrimonial de algo ignorado por la
comunidad y la acción constructora de los poderes públicos,
no se reconoce la necesidad de ningún otro tramo de actuación.
La
reiteración de este mecanismo ha producido un panorama de centros
de interpretación y equipamiento de significado cerrados o
pasivamente abiertos, y un riesgo cierto de descrédito sobre el
interés de la inversión en bienes culturales. El creciente recelo
de la población ante este modus operandi se intenta
neutralizar invocando, como se ha señalado, sus supuestos efectos
benéficos para el turismo. El efecto perverso de esta situación es
que la población, en general, no se siente concernida por estos
equipamientos: son para los turistas.
Podemos
concluir que cada uno hace lo que sabe hacer: los expertos
identifican y documentan, los activistas reclaman y los poderes
públicos licitan (obra y dotación). La pregunta a la que debemos
contestar es: ¿la suma de esos saberes es suficiente para
que los elementos de nuestra identidad operen suministrando bienes y
servicios culturales que nos fortalezcan como sociedad?
Cabe
señalar la ausencia de la sociedad en dos tramos fundamentales de
la gestión del patrimonio cultural: en la propia comprensión del
interés patrimonial de algo (su posibilidad de convertirse
efectivamente en patrimonio), y en la implicación en la gestión,
que es la que debe garantizar la generación de bienes y servicios
culturales, sin la cual no hay valor, ni, en consecuencia,
patrimonio.
Lo
mismo que la cualidad de “recurso” de una cosa no es inmanente
(una cosa solo es recurso cuando atiende a una necesidad a través
de una serie de acciones que lo constituyen como tal recurso), la
cualidad de “ patrimonio” de una cosa tampoco es inmanente. Una
cosa se constituye en patrimonio a partir de una serie de acciones,
que vamos a repasar a continuación.
En
el gráfico se reflejan cinco grupos de acciones, diferentes en su
naturaleza y en su esencia, necesarias para que una cosa se
convierta en patrimonio. Por requerimientos gráficos, se presentan
de una forma lineal, aunque esta cuestión será, seguramente,
controvertida. Algunas de estas acciones se presentan necesariamente
trenzadas, y se apoyan unas en otras. Pero esto no invalida la
identificación de cada una de ellas como distintas. El gráfico se
titula “Esquema de adquisición de valor patrimonial”, aunque,
en sentido estricto, el valor patrimonial se adquiere solo en el
último tramo, el de gestión, tal como se indicará en los
epígrafes siguientes.

El
primer tramo se denomina “Documentación”. Es el trabajo
de especialistas que, a través de un proceso de investigación
(documental, bibliográfica, de campo, o un híbrido de todas ellas),
aporta conocimiento cualificado acerca de algo, constituyéndolo
como “elemento”, que puede ser más o menos prometedor en su
cualidad potencial de convertirse finalmente en patrimonio. Este
conocimiento se difunde a través de circuitos especializados, donde
comparece ante la comunidad científica para someterse a la
consideración de otros especialistas. Es una condición sine qua
non para que puedan darse los siguientes pasos, pero en ningún
caso los puede obviar: las condiciones, requisitos y protocolos de
investigación y documentación hace que los materiales resultantes
sean poco adecuados para promover el aprecio social por sus focos de
interés.
El
segundo tramo se denomina “Interpretación”. Es el
trabajo de generalistas, que tienen la capacidad para “traducir”
los materiales de los investigadores a categorías y formas
narrativas que puedan ser recibidos y comprendidos por la población.
Esta traducción se produce por la apreciación de los contextos,
históricos, geográficos, o de otros tipos, que permitan una
valoración correcta de sus rasgos distintivos, de su singularidad o
representatividad. Además del marco contextual, la interpretación
explica el funcionamiento del “elemento” u objeto de
investigación y conocimiento en sistemas de significado más
amplios. La narrativa de interpretación puede permitirse licencias
metafóricas, alegóricas, poéticas o de cualquier otro tipo, para
cumplir más cabalmente su finalidad: hacer comprensibles los
elementos u objetos de investigación y su interés. Es el
territorio del relato. Se puede señalar que este tramo está muy
poco desarrollado. Sus principales logros vienen de la capacidad de
algunos investigadores que tienen, además, la habilidad y
motivación para divulgar.
El
tercer tramo se denomina “Comunicación”. Si el tramo
anterior está poco desarrollado en nuestra sociedad, este tercero
está prácticamente inédito. Se trataría de producir impacto
social y conmoción a partir de los trabajos de interpretación,
para articular y/o acelerar la toma de conciencia social sobre el
interés de determinados elementos. La práctica ausencia de este
tramo explica el estado de la cuestión, que ha sido descrito en los
epígrafes anteriores. La mediación necesaria para este tramo
apelaría a activistas, movimiento asociativo, operadores
culturales, medios de comunicación y agencias de comunicación,
que, además de interpelar a las instituciones públicas, como es
habitual, deberían comprender que sin complicidad y apoyo social no
hay política patrimonial posible. La movilización social que debe
conseguirse con este tramo es la garantía de consistencia de las
intervenciones públicas posteriores. En sentido contrario, el
escaso efecto que producen las intervenciones públicas de “puesta
en valor” guarda relación con la práctica inexistencia de esa
movilización social previa.
El
cuarto tramo es el de la “intervención”, que es el que
con frecuencia recibe la denominación de “puesta en valor”,
aunque, como aquí se propone, la puesta en valor comienza mucho
antes, y solo se verificará con el éxito del modelo de gestión,
como veremos en el siguiente epígrafe. Esta intervención puede ser
de muchos tipos distintos. Para empezar, hay que señalar que podría
ser tanto pública como privada. En otros países, con otra
experiencia cultural, es frecuente que sean fundaciones privadas
quienes impulsen intervenciones patrimoniales destacadas. En nuestro
entorno, en cambio, estas intervenciones suelen ser públicas, o,
como mucho, fruto de una colaboración con algunos agentes privados.
Por su intensidad, estas intervenciones pueden ir desde una
señalización (física o virtual) que explique significados, hasta
una intervención pesada en entornos monumentales, con gran
despliegue museográfico. Sea cual sea el tipo de intervención, se
desarrolla en un proyecto, que es la herramienta por la que unas
aspiraciones, objetivos o ambiciones entran en contacto con un
conjunto de restricciones (temporales, económicas, competenciales),
hasta el punto que se puede afirmar que los proyectos nos hablan más
de las restricciones que de las aspiraciones. Los proyectistas son
profesionales cualificados que suelen dirigir equipos, más o menos
corales, que facilitan las distintas aportaciones necesarias para el
éxito del proyecto. Este éxito de un proyecto de intervención
produce recursos culturales, necesarios para la gestión, que es la
que producirá “patrimonio”.
El
último, y fundamental tramo, es el de la “gestión”.
Este tramo necesita todos los anteriores, y, a la vez, es el que les
da sentido. Con frecuencia, los actores institucionales que impulsan
las intervenciones del tramo anterior, confunden el término
“gestión” con el de “apertura al público”, siendo así
que, con frecuencia, se destinan grandes cantidades al proyecto de
intervención, mientras que se intenta minimizar el gasto corriente
de la apertura (si hablamos de centros de significado). Esta
confusión, y la debilidad señalada en alguno de los tramos
anteriores, son las que explican la frecuencia con la que estos
equipamientos culturales permanecen cerrados o languidecen en una
apertura pasiva. En realidad, la gestión no empieza cuando acaba el
proyecto de intervención. Debería empezar, al menos, en el tercer
tramo, participando en el proceso de movilización social,
cualificándolo y obteniendo los compromisos necesarios para dar
robustez a la estrategia. No obstante, una buena gestión
estratégica tomaría la iniciativa y estimularía los procesos de
investigación y conocimiento desde el primer tramo, para que todo
el “itinerario” sirviera para madurar el modelo de gestión. En
todo caso, la gestión, que corresponde a responsables públicos y
personal de sus instituciones, debe orientarse a la efectiva entrega
a la sociedad de bienes y servicios culturales. Esta entrega debe
ser permanente, y la renovación de sus dotaciones exige el reinicio
del proceso de cinco tramos tantas veces como sea necesario. Esa
distribución de bienes y servicios culturales es la que permite que
podamos considerar “patrimonio” al elemento, bien o recurso en
torno al cual se ha desencadenado el proceso.
De
esta exposición en cinco tramos podría deducirse que cada uno de
ellos “pertenece” a un grupo o colectivo diferente. No es así
en absoluto. Son diferentes los retos y aptitudes necesarias para
cumplir cada tramo correctamente. Pero nada impide que un
investigador transite por el resto de los tramos, incluso en de la
gestión, incorporándose a consejos asesores, fundaciones u
organismos de participación social en la gestión patrimonial. Pero
sería muy conveniente que reconociera que las aptitudes necesarias
en cada tramo son distintas de las de la investigación y el
conocimiento, para aliarse con quien pueda aportarlas o para
adquirirlas con un proceso de formación y experiencia que no
siempre es compatible con el mantenimiento de las tareas propias. En
realidad, en cada tramo se necesita calidad, aportada por perfiles
profesionales diferentes, pero el éxito de estos procesos depende
mucho del liderazgo, de la capacidad de trabajar en equipo, de
humildad, compromiso, entusiasmo y muchas ganas de aprender. Las dos
condiciones necesarias para que ese liderazgo sea funcional son la
conexión con la estrategia de gestión, y la cualidad
transdisciplinar, que se consigue habiendo pasado por todos los
tramos y sabiendo con quién hay que contar para cada proyecto.
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Bosquejo planimétrico (minuta cartográfica) del área de Sierra Almagrera. Año 1900. |
6 Reflexión
final
Cuando comparto alguno de estos acercamientos críticos al
desempeño de actividades profesionales avanzadas, con frecuencia
quienes se reconocen en la frustración suelen hacerme unos
comentarios o preguntas recurrentes, como las siguientes.
“Si,
pero, es que eso es muy difícil”.
“Pero
¿conoces algún sitio donde se hagan estas cosas bien?”
“Entonces,
¿qué necesitamos para hacer las cosas correctamente?”
“¿De
quién es la culpa?”
“Siendo
como somos, nunca vamos a mejorar”.
Preguntas
y comentarios que no estoy en condiciones de responder
satisfactoriamente. A duras penas, acierto a trasladar algunas de
mis convicciones, que no creo que convenzan a quienes quieren una
solución, pero ya!
No
creo que existan sociedades malditas, o invalidadas por la historia
para la realización colectiva. Sin embargo, es evidente la
existencia de gradientes civilizatorios, que determinan diferentes
condiciones de posibilidad. Ese y no otro es el propósito de la
gestión cultural: la adquisición de herramientas, métodos de
trabajo y habilidades para estar más preparados para la
incertidumbre y la complejidad. Los tiempos no parecen demasiado
propicios para una reivindicación de lo colectivo, de la comunidad.
Sin embargo, ese es el camino que debemos transitar y que exigirá
de cada uno su mejor aportación. He tenido oportunidad de constatar
que en nuestra sociedad (sea cual sea la escala de observación),
hay capacidades suficientes para enfrentarse y superar retos
exigentes. Seguramente, no tenemos un problema de capacidades
individuales, sino de una organización colectiva que permita
utilizarlas adecuadamente, y que genere los incentivos necesarios
para que se integren en proyectos cohesionadores. Pero esa
organización colectiva tenemos que construirla nosotros. El
desestimiento no es una opción.