lunes, 4 de junio de 2018

La mirada liberadora



Este escrito se inspira en el titular de la noticia con el que La Vanguardia se hacía eco del homenaje que se dio a Juan Goytisolo en la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara (Mx): “El maestro que luchó contra la mediocridad con mirada libre”.

Ayer se cumplía el primer aniversario de la muerte de Juan Goytisolo, y quiero aprovechar su recuerdo para reflexionar sobre miradas y libertad, sobre mi deuda, personal  y como almeriense, con el escritor que buscó el sur.

El titular de la Vanguardia resulta una auténtica guía, un índice para repensar Goytisolo, para echar una nueva ojeada sobre el espejo que nos regaló para que fuéramos observando los cambios de nuestra mirada.

Maestro, lucha contra la mediocridad, mirada, libertad.

Tengo para mí que la principal contribución de Goytisolo a Almería ha sido la fundación de una conciencia del paisaje, de una ética de la mirada, cuando lo que queda es buscar con ahínco la porosidad del infierno.

A la comprensión de la mirada como gran construcción cultural de la modernidad he dedicado mis mejores afanes, y, si repaso los principales hitos de esa indagación personal, me encuentro siempre a Goytisolo, tan atractivo e inexorable como el monolito de "2001...".

Entre las muchas lecciones de dignidad que nos dejó, me gusta destacar la más sutil, y, por tanto, potente: el orgullo del perdedor que sabe que la única victoria posible es la elegancia.

Un maestro sabio que podría haber definido la vida como una lucha necesaria contra la mediocridad, alertándonos de su peligrosa condición: apela a nuestra vanidad para que la creamos un dato del paisaje sobre el que brillar, cuando es en realidad una fuerza agresiva y expansiva a la que hay que combatir, como condición de supervivencia.

De entre las distinciones que cosechó en nuestra tierra (Hijo Adoptivo en Níjar en los '80, Vecino de Honor en la Chanca, persona non grata en Níjar durante el franquismo, idéntica declaración se propuso en la junta de portavoces del Ayuntamiento de El Ejido, aunque no llegó a hacerse oficial, a tenor de los informes municipales), estoy seguro de que prefería éstas últimas. Su ancestral instinto acerca de la imprescindible incomodidad que debe generar un intelectual avala mi arriesgada apreciación. También sus referencias a los reconocimientos académicos, expresadas en el discurso de aceptación del Premio Cervantes.

Sus preferencias, por la diversidad, por la superioridad de la mirada desde la periferia, por el riesgo creativo de sus propuestas literarias, nos hablan de un moderno alfaqueque, de un auténtico héroe de frontera.

Nos enseñó a mirar, estableciendo las dos categorías que definen nuestro paisaje, y, en parte, a nosotros mismos: belleza y violencia.

Ahora que la barcaza ha detenido su curso y se ha convertido en permanente baliza, cabe agradecerle su ejemplo de libertad, el sentido de su búsqueda, y la necesaria ambición de perseguirla.

martes, 8 de mayo de 2018

Vuelve el juego de Cañas a la Plaza Vieja


En un arrebato de filantropía y demofilia, me propongo usar el “debate” actual en torno a la Plaza Vieja para extraer algunas conclusiones sobre la toma de decisiones en la ciudad y su control democrático, que nos permitan madurar, aprender y mejorar colectivamente.


Uno de los nombres históricos de la Plaza Vieja es el de “Plaza del Juego de Cañas”. El juego de cañas era un “deporte”-espectáculo, emparentado con los torneos y con las representaciones de moros y cristianos, en la que dos bandos a caballo, ataviados unos a la morisca y otros al estilo castellano, se arrojaban cañas que el adversario intentaba esquivar o parar con la adarga (escudo). Los interesados en saber más de este juego, pueden encontrar aquí un artículo muy interesante. Si en ocasiones se ha reflexionado sobre el deporte como metáfora más o menos incruenta de la guerra, en el juego de cañas esa dimensión metafórica se desvanece, adquiriendo la condición de trasunto.



Lo que me interesa destacar en este artículo es que los términos  y la forma de desarrollarse  la polémica en torno a la Plaza Vieja se asemejan mucho a un juego de cañas. Tiene poco de deportivo y mucho de bélico.

Es obligado clarificar mi posición en la polémica. Para ello, es necesario advertir un inevitable desdoblamiento. Como ciudadano, tengo una posición que sale de mi instinto, de mis preferencias, de mi “lectura” personal de esta pieza urbana. Esa posición como ciudadano me ha hecho firmar contra la deforestación de la plaza, y manifestarme claramente a favor de la permanencia del pingurucho en ese espacio. Mi posición personal es tan diáfana como el modelo de plaza del proyecto que el Ayuntamiento pretende impulsar, aunque apunte en una dirección opuesta.



Como profesional, en cambio, lo que me preocupa no es tanto el modelo concreto de la plaza, que, como sabemos, ha ido cambiando a lo largo del tiempo. Me interesa mucho más analizar el “metabolismo” de la decisión, sus múltiples implicaciones, las intenciones y objetivos del proyecto, la interpretación de esas complejas cuestiones por parte de la población, y, sobre todo, cómo se produce el posicionamiento de los distintos actores y la concurrencia de argumentos y/o exabruptos que acaban configurando el marco del debate.

La forma tan violenta, tan simple, de formalizarse los “bandos” en conflicto nos alerta de una condición problemática de nuestra organización colectiva. Nuestro problema no es cómo será la Plaza Vieja en el futuro. Nuestro problema es cómo somos nosotros mismos.

Da la sensación de que los motivos reales de cada uno de los que concurren a la polémica no se hacen explícitos. En su lugar, se improvisan razonamientos o argumentos de los que poco importa que rocen el esperpento. Su utilidad es la de impostar o distraer de los auténticos motivos. Por no hablar de la utilización oportunista de cualquier argumento que contenga la capacidad de acercarnos a nuestros propósitos, formulados antes del debate, y tan opacos como inasequibles al desaliento.

Todo esto compone un escenario truculento, que no anuncia nada bueno respecto a la capacidad colectiva de crecer, aprender  y extraer experiencias enriquecedoras al calor de la polémica.

Cómo debería organizarse un debate de este calado.

Deberíamos saber identificar y separar las distintas escalas significativas de la cuestión: la de estructura urbana, la de la formalización de un borde urbano singular y la de la ordenación interna del espacio.

La primera apuntaría al necesario reequilibrio de una ciudad a la fuga, o como reforzar las funciones urbanas del centro histórico, para preservar su valor de núcleo identitario de todos los almerienses.



Este reequilibrio cuenta con una gran oportunidad: el parque de la Hoya, el cerro de San Cristóbal y una nueva relación ciudad-conjunto monumental de la Alcazaba como piezas clave en la formalización de un borde urbano de calidad. La plaza Vieja no puede ser indiferente a esta oportunidad.



Por último, el diseño interno del espacio debería resolver sus propias exigencias en el marco de una posición argumentada respecto a  las dos escalas anteriores. Como esto no se ha hecho así, se quiere atribuir al diseño de la plaza supuestos efectos benéficos sobre el centro histórico, lo que es de todo punto desenfocado y, nunca mejor dicho, fuera de escala.

El resultado es que se hurtan al debate los elementos de escala que podrían orientar el mejor diseño de este espacio. Inevitablemente, el debate cristaliza en torno a aspectos que, en un acercamiento racional al asunto, quedarían relegados a un papel secundario.

Cañas y adargas. Un repaso al argumentario

El intercambio de cañazos y adargazos nos está proporcionando un espectáculo tragicómico, con momentos realmente divertidos.

No deja de ser gracioso ver al pensamiento progresista movilizarse para que todo siga igual, mientras que los conservadores justifican la radicalidad de la intervención en aras de una supuesta modernidad. Se cumple así el principio de la complejidad que indica que cuando un asunto se aborda desde la irracionalidad, se produce siempre una inversión de papeles.

El simbolismo del pingurucho apareció fugazmente al principio de la cristalización del debate, para desaparecer en seguida a favor de un debate sobre las sombras. Supongo que es consecuencia del vértigo al asomarse al abismo. La lucha por la libertad, fundacional  y cohesionadora en la mayoría de los países con regímenes políticos avanzados, sigue siendo conflictiva en el nuestro, lo que nos califica como una comunidad con inquietantes permanencias premodernas.



Ya que el tema no se centró en las luces (la Ilustración, el enciclopedismo, el liberalismo, los valores republicanos), acabó centrándose en las sombras.

Y aquí es donde parece situarse definitivamente el terreno de juego del debate y la movilización social. El papel de las sombras en un espacio urbano bajo un clima mediterráneo semiárido, con muchísimas horas de radiación solar, de las que hay que protegerse durante la mitad del año, mientras que se echan de menos la otra mitad.

No es una cuestión menor, pero en esta tampoco se produce un acercamiento racional y documentado. Las sombras también se pueden diseñar, aunque son una materia sutil y tornadiza. Pero son previsibles, y por eso se pueden tener en cuenta en las decisiones de diseño.

El pulso está ya establecido, y, en términos caricaturescos, podría definirse así: un núcleo social movilizado en la defensa de los árboles y del derecho a la sombra, apelando a una identidad almeriense irredenta (más árboles, más agua), contra unos dirigentes que, no contentos con sacarnos la manteca con sueldos envidiables, sucumben ante los cantos de sirena de la modernidad, o, simplemente, obedecen a su instinto de negocio pretendiendo privatizar las sombras.



Con independencia del previsible resultado de ese pulso, lo que debería preocuparnos es cómo dejamos pasar estas oportunidades únicas para formar ciudadanía, para madurar nuestras posiciones, para practicar el respeto por los argumentos del “otro”, y para desarrollar un cierto método que cualifique estos procesos.

Mientras tanto, seguimos asistiendo a un abigarrado muestrario de ignorancias (no saber, no saber que no se sabe… no saber quién sabe) y a una reiterada demostración de nuestra incapacidad para vivir con la complejidad.