lunes, 14 de noviembre de 2016

Happy birthday, mr. Young


Ayer fue el cumpleaños de Neil Young.

Quiero celebrarlo ahora, que felizmente está con todos nosotros, creando, recreando, siendo él, promoviendo Pono (una forma de codificación digital de la música y un sistema de reproducción que busca recuperar el sonido analógico), intentando mejorar las maquetas ferroviarias, ayudando a Centros en los que se atiende a quienes, como su hijo Ben, tienen severos problemas de salud. Poniendo voz a muchas causas. Dando pistas acerca de cómo se construye una cosmovisión compleja desde mediados del siglo pasado.

Quiero celebrarlo ahora, cuando por una cuestión biológica indeclinable, nuestros referentes culturales mueren y en el tropel de las redes se confunden quienes sienten la pérdida de algo de ellos mismos con los que se apuntan (barato, barato) a un perfil o imagen que nunca cultivaron ni disfrutaron.

Todo hubiera pasado aunque no hubiera estado Neil. Pero no nos sería tan fácil de entender. Pero, eso sí, hay que intentar entenderlo en su propia lógica, no en la nuestra.

Antibelicismo, americanismo, indigenismo, ruralismo, ecologismo, hipismo. Etiquetas, que, como todas las representaciones reduccionistas, nos ayudan a comprender, pero no pueden explicarlo todo. Neil Young es un claro representante de todas estas sensibilidades, pero no hace bandera o pancarta de ellas. Lo demuestra como corresponde: con vida y obra.

Creo que Neil Young representa una lección de integridad, no porque no haya cometido errores, no porque siempre haya mantenido las mismas posiciones, sino porque hace las cosas con honestidad, con verdad, como tantos otros artistas, que lo son precisamente por eso. Esa honestidad que aprecio se compone de algunos valores que nos pueden servir de guía de visita a la aportación cultural de Neil Young.

Rebeldía. Motor city. Esa actitud de no conformarse con las cosas que no te parecen bien, sobre todo si van en contra de la ética de lo colectivo.
RiesgoHey, hey, my , my. La vida cerca de la crisis permanente. Es mejor quemarse de una vez que apagarse lentamente.
Raíces. Country home. Madre tierra. Exaltación de la vida rural.
Compromiso. Ohio.  No hay que dejar de hacer cosas que pueden perjudicarte, si crees que con ellas puedes ayudar a otros.
Libertad. Keep on rockin’ in the free world.  Para explorar los caminos, para equivocarse, para reentenderse, para no tener ataduras.
Amor. Cinnamon girl. Quienes hemos tenido a nuestra chica canela sabemos a lo que se refiere Neil.
Sensibilidad. Old man. La dedicó a Louis Avella, el cortijero de la finca que compró a los 24 años, tras el éxito de sus primeras obras.
Bondad. Heart of gold. Especialmente pegada a mi historia personal. Resonaba en mis oídos el año en que conocí Rodalquilar (1972)

Y ahora, el temazo de actualidad: ¿cuál es la posición política del amigo Neil?.
En una democracia madura, como la estadounidense, se producen cosas paradójicas a los ojos de un europeo del sur.
En primer lugar, no hay una única forma de ser de los USA. Sin tener la diversidad de identidades del continente europeo, propia del “espesor” de nuestro proceso histórico, en Estados Unidos conviven grupos sociales e identidades territoriales muy contrastadas entre la costa y el interior, entre el sur y el norte, entre la costa este y la oeste, entre las ciudades y el mundo rural. La cohesión, que no identidad, de los pueblos unidos bajo la forma institucional de USA, viene de lo que podríamos llamar una epopeya fundacional en tres actos: contra la metrópoli; contra la tiranía y la esclavitud; en la ocupación del territorio: independencia, libertad y cultura territorial.  
En segundo lugar, las elecciones presidenciales no cumplen exactamente el mismo papel de confrontación ideológica que en un país europeo como el nuestro. De hecho, se parecerían más a unas elecciones europeas, en el sentido de distancia, de lejanía, de espectáculo, de virtualidad. La democracia estadounidense se pone de manifiesto en la implicación ciudadana en las políticas locales, en el control de los representantes territoriales, en una posición ética ante los conflictos, en un alto pragmatismo en la definición de los propios intereses.
En tercer lugar, en estas elecciones concretas, una mayoría del electorado ha tenido que elegir entre dos opciones bastante odiosas: un multimillonario del sector inmobiliario con rasgos antisistema y poses o actitudes misóginas, racistas e intolerantes, contra una genuina representante de la élite política y económica, de la ortodoxia y la corrección política.
Ya conocemos el resultado, pero seguramente no estamos muy en condiciones de hacer un análisis de su significado. Y ello, porque a pesar de despreciar a los estadounidenses por su supuesta incultura y su ignorancia de las cosas del mundo, la nuestra respecto a los USA no es menor.
Neil Young ha apoyado firmemente a Bernie Sanders, que finalmente tuvo que ceder ante Hillary Clinton en la candidatura demócrata. Como antes había apoyado a Obama (hasta explícitamente, en un tema de su álbum Living with war, alegato contra Bush y la guerra de Iraq).
En los últimos tiempos, ha circulado por distintos medios digitales una foto de Young con Donald Trump (podéis verla en el enlace que se inserta más abajo). La foto, con un Trump que todavía no era candidato, corresponde con un acto en el que Donald se convirtió en inversor en Pono, la iniciativa de Young para recuperar los sonidos perdidos en la era digital.
Donald Trump eligió el Keep on rockin' in the free world como música de sus actos electorales, para desesperación de Neil Young, que llegó a insultarlo en alguna de sus actuaciones.
En ese mismo artículo, se aclara lo que en su día se dijo de su supuesto apoyo a Reagan.
Pero lo realmente importante de la proyección pública de Neil Young es su fidelidad a los valores a los que me refería en principio, y a su forma de manifestarlos en su escenario concreto. Ésta es la identidad política de Neil Young, la que debería importarnos. La de un canadiense que nunca ha querido nacionalizarse en las USA: su americanismo está por encima de las fronteras. La de un hippie que invierte sus primeras ganancias en un rancho y recrea todos los mitos rurales de la contracultura. La de un aficionado a las maquetas ferroviarias (el ferrocarril es la gran metáfora de la expansión hacia el oeste, y simboliza como ninguna otra cosa la dimensión territorial de la epopeya fundacional de los USA). La de un emprendedor con una batalla quijotesca contra los controladores de la distribución digital de la música. La de un aliado de la identidad y los derechos indígenas. La de un luchador por la libertad y los derechos civiles.
Y eso sin hablar de su música. Un gran tipo.

martes, 11 de octubre de 2016

El poder contra la política


Enseñanzas de un espectáculo deprimente

Cuando asistimos a acontecimientos que producen conmoción, inevitablemente volvemos a nuestras certezas para buscar consuelo a nuestra desazón. Esta es la primera reacción, que puede tornarse definitiva si no se encuentra estímulo o arsenal suficiente para una reflexión en profundidad, que pueda concluir en un cambio o matización de las posiciones previas.

Ese arsenal es el pensamiento crítico, motor del conocimiento y herramienta intelectual inexcusable para los que hemos sido iniciados en sus arcanos.

El deprimente espectáculo ofrecido  por el PSOE en un nada ejemplar relevo del Secretario General de la formación ha causado conmoción en el entorno del pensamiento progresista, al que pertenezco
.
Pero ¿qué conclusiones cabe extraer de dicho espectáculo? Sin duda, múltiples conclusiones: tal es la complejidad de la situación y de los factores que se dan cita en este momento crucial de nuestra historia.
Me voy a centrar en una, que se relaciona con una de mis líneas de pensamiento favoritas, lamentablemente poco presente en el entorno progresista al que vengo refiriéndome.

Esta línea de pensamiento es la que intenta desentrañar las complejas y peculiares relaciones entre el poder y la política, en nuestra cultura popular. Como el término “nuestra” es susceptible de escalas, precisaré que me refiero a la cultura política popular en el mundo mediterráneo, desde luego en España, pero mucho más visible y descarnada cuanto más te diriges hacia el sur. Es lo que denomino en algunos de mis escritos “gradiente de modernidad”, por el cual la conciencia ciudadana cambia notablemente, como consecuencia de las distintas experiencias históricas en torno al proceso modernizador.  Este gradiente norte-sur se da en todos los países mediterráneos de la ribera septentrional.

Según esta línea de pensamiento,  el “poder” se residencia en la superestructura de instituciones públicas, y, en especial, en las que tienen carácter ejecutivo o de gestión (los gobiernos y las administraciones públicas). Por una cuestión que podríamos denominar etológica, estas estructuras de poder manifiestan una natural tendencia a la oligarquización, por lo que la corrección de su rumbo –hacia la virtud- requiere un sistema de contrapesos, fiscalizaciones, tutelas y vigilancias, que en último término constituyen la esencia de la política democrática.
Por eso, todas las constituciones modernas proclaman los principios de libertad e igualdad, invocando un sujeto mayestático (nosotros, el pueblo…) como sujeto político del que proceden todas las legitimidades, y al que hay que servir y rendir cuentas.  ¿Todas?. No. La Constitución Española no se refiere al pueblo español como promotor de la constitución, sino a la Nación española. El pueblo español la refrenda, pero el sujeto político es la Nación española.

Me parece una expresión muy certera de nuestra anomalía democrática. Puesto que no existe un momento fundacional en el que todos los ciudadanos nos reconozcamos iguales y capaces de darnos normas de organización política (nosotros, el pueblo…), quien promueve la constitución es un ente abstracto (la nación), que simboliza la continuidad de las estructuras del Estado. Cuando algunos tratadistas afirman que la constitución es nacionalista española, invocando el art. 2, se olvidan de mirar quien es el sujeto político que la impulsa (en el preámbulo). Eso sí que es nacionalismo español.

Pero volvamos al propósito de este artículo.

La cuestión es que el modelo funciona razonablemente bien cuando existe una ciudadanía bien posicionada según lo que se espera en una sociedad democrática, de manera que las tentaciones oligárquicas queden reducidas a lo marginal.

Sin embargo, los procesos oligárquicos florecen y fructifican allí donde no hay una ciudadanía bien posicionada, allí donde las instituciones políticas son meras extensiones de poderes que no se someten al control democrático. Y es aquí donde se prolonga nuestra anomalía democrática.

Los progresistas meridionales, y en especial los andaluces, hemos asistido a un proceso paulatino, pero imparable, de absorción del PSOE por parte de las instituciones públicas. La conclusión es que el PSOE-A es una institución que ordena el acceso a los puestos del poder oligárquico, pero se demuestra incapaz de articular los proyectos colectivos, las aspiraciones ciudadanas. Es un partido político fallido.


Lo sucedido en el fatal fin de semana del Comité Federal es la consagración de este modo meridional de entender la relación entre el partido y el poder institucional. El triunfo de quien tiene control del poder institucional sobre los que tienen el poder de la legitimidad democrática y el apoyo de la militancia. El triunfo del poder sobre la política.

miércoles, 29 de junio de 2016

Nosotros mismos


Dos ámbitos de mi preocupación intelectual se han cruzado en los últimos días, ofreciéndome una perspectiva nueva, un “eureka”, que quiero compartir con vosotros. Debo anotar como elemento cristalizador de mis reflexiones la lectura del artículo “Campaña narcisista”, de Víctor Lapuente Giné, publicado en El País el 19 de junio y que compartí en mi espacio Facebook personal.

Estos dos ámbitos son el de la formación de la voluntad política en torno a proyectos de convivencia (mi actividad política, como prolongación de mi ciudadanía) y el de la organización de nuestro territorio, de nuestro espacio de vida (mi actividad profesional y pasional).

Representan dos manifestaciones de una única preocupación intelectual: el “cómo somos” en tanto que comunidad, como ciudadanos, como sujetos políticos. Y sobre todo, el “cómo somos” en tanto que punto de partida necesario para la construcción de proyectos colectivos.

Mis torpes aproximaciones a estas cuestiones tan apasionantes como complejas, pueden resumirse en:


-          Teoricé, en primer lugar, sobre la desaparición del sentido de lo colectivo, al calor de mi experiencia profesional como geógrafo y urbanista, y a la vista de que la única preocupación manifestada en los procesos de participación de los instrumentos de planificación era el “qué había de lo mío?”. Diagnostiqué un estado patológico de la relación entre lo público y lo privado causada, precisamente, por el debilitamiento o desaparición del instinto colectivo, que en nuestra tradición cultural era el lubricante entre las desbordantes aspiraciones privadas y el desesperante autismo público.

-           Más tarde, llegué a constatar  una “desaparición de la ciudadanía” que hacía inviables los proyectos colectivos, tanto los político-institucionales como los estratégico-territoriales. Esta constatación supuso mi crisis de fe en la planificación y mi dedicación a los temas del paisaje y del patrimonio territorial (los mismos objetos, pero distintos destinatarios y relatos).

-          En este mismo blog publiqué no hace mucho un texto sobre la “oquedad institucional”, que no era sino una actualización de mis tradicionales reflexiones, fruto del estupor ante nuestra incapacidad colectiva.

-          Con motivo de mi reciente dedicación en el seno de la Junta Rectora del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, y, en especial, en el del Grupo de Trabajo del Cortijo del Fraile, tuve una revelación sobre el significado del patrimonio y cómo debería operar (el patrimonio) en el contexto de una comunidad desorientada, debilitada, desarticulada y asténica, incapaz de utilizar sus instituciones porque no las considera suyas

-          Y, en todo este tiempo, he venido “olfateando” aromas cada vez menos sutiles de impostura, vanidad y egocentrismo (los de narcisismo los huelo desde la lectura del artículo citado al principio) en la forma en que nos posicionamos en torno a nuestros valores, principios o preferencias.

Y llego a mi “eureka”.

No nos interesa el patrimonio como elemento de cohesión social, sino como elemento de distinción personal. Cuando manifiesto sensibilidad hacia el patrimonio, el paisaje, algún territorio concreto, no estoy entendiendo que estas categorías se construyen desde el acuerdo cultural, colectivo.  Solo las estoy utilizando para que se note lo “cool” o lo “guay” que soy. Pero tenemos cierto pudor para proclamarlo abiertamente, y por eso recurrimos a la impostura.

Al llamar a determinados elementos “patrimonio” o “recurso” antes de que sean efectivamente recepcionados por la sociedad y dispuestos para su aprovechamiento, lo que realmente estamos diciendo es que nosotros sí que somos sensibles a sus valores reales o potenciales. No como otros. Pero al anticipar esta denominación, negamos que haya que transitar un camino cultural con los demás para que esos elementos privilegiados puedan considerarse efectivamente patrimonio, para que la sociedad los reconozca y adopte. Preferimos un aprecio elitista de sus supuestos valores a aprovechar su potencial para promover cohesión social desde la acción cultural.

No nos interesa la política como ejercicio de compartir valores, principios u objetivos, lo que exige respeto, tolerancia y humildad, sino como forma de resaltar nuestros valores individuales entre una muchedumbre que no está a nuestra altura.

No votamos considerando riesgos sociales, comprendiendo lo limitado de la acción pública ni haciéndonos cargo de las restricciones que acompañan a la construcción colectiva. Votamos como una descarnada expresión de autoaprecio. El voto sale de nuestros adentros, y no admite elemento de moderación o corrección coyuntural o exterior. Por eso entramos en depresión cuando no ganamos las elecciones. Porque se trata de eso. ¡¡Hemos perdido!!

En ausencia de cualquier tentación de participación política constructiva en el día a día, depositamos todas nuestras frustraciones, anhelos y ensoñaciones en el voto (la representación de nosotros mismos), sin reparar en que con nuestra ausencia posterior a la votación, decretamos la inutilidad de las instituciones que se configuran automáticamente con él.

Cuando expresamos nuestra admiración hacia el “Parque” no lo hacemos como forma de comprensión de su cultura territorial, de aprecio por sus valores ambientales o de convocatoria al conocimiento de sus múltiples atractivos. No. Lo hacemos como una manera de afirmar nuestro derecho a disfrutarlo, poniendo en duda el de los demás. La propia palabra “parque” contiene el derecho semántico a negar o ignorar su historia y su identidad. Es una bandera colonizadora, que lo reclama como página en blanco en la que escribir nuestros desvaríos.

Cada uno de los elementos que deberían llamarnos a la solidaridad, a la cooperación, a la convivencia, al respeto, acaba siendo una desaforada manifestación de nuestra misma mismidad.

Yo, mí, me, conmigo. Como en las pelis de adolescentes.

Me da la sensación de que estamos hoy, aquí y ahora, ante una bifurcación de caminos: o seguimos transitando por la senda actual, que tanto parece alimentar nuestro ego aunque nos conduzca a la más completa imposibilidad, o cambiamos de rumbo y empezamos a considerar que el otro es la condición de posibilidad de la construcción colectiva, que nuestros supuestos valores son tóxicos si no los compartimos, y que si tanto los apreciamos, deberíamos hacer lo posible para que fueran accesibles a todo el mundo. Desde la acción cultural, desde la experiencia. Desde la vida.

Nosotros mismos.

lunes, 27 de junio de 2016

Bálsamo

Más que los resultados electorales de ayer, me han impresionado las numerosas muestras de desolación por parte de querid@s amig@s y compañero@s, progresistas, como yo mismo.

Mi intención es balsámica, aunque no sé si conseguiré aliviar la desazón que sus comentarios dejan entrever.

Creo que hay que empezar por un concepto básico de la acción política, inexplicablemente olvidado por la práctica política de partidos, asociaciones y ciudadanos individuales. Este concepto, carente de nombre por falta de uso, es el “cómo somos”, en tanto “ser” colectivo.

Ese “ser” colectivo no es el resultado de la simple agregación de cómo somos como individuos, sino que se constituye por la agregación de cómo somos como ciudadanos: apela a la forma de  “ser”actores políticos.

La manifestación más contundente de la debilidad de nuestro “ser colectivo” es que pretendemos sustanciarlo en el voto, como si el voto fuera constitutivo de nuestro ser, y no una manifestación instrumental sujeta a coyunturas, estados de ánimo, o a simple capricho.

Así se entiende que nos rasguemos las vestiduras con los resultados electorales, y parecería que descubrimos nuestro ser colectivo en el reparto de votos: si este es un país de pandereta, no lo es porque no se hayan abierto paso nuestras preferencias electorales.

Lo es, principalmente, porque los que estamos llamados a superar esa debilidad de nuestro “ser colectivo” nos dedicamos completamente a nuestras vidas personales, sin asignar el mínimo tiempo y dedicación a la construcción de un “ser colectivo” más vigoroso, y más anclado en los valores que individualmente profesamos; sin dedicar tiempo a practicar la ciudadanía.

Lo es, también, y hablo desde la herida, porque los que hemos prolongado nuestro compromiso ciudadano en la militancia de base aparecemos siempre como sospechosos de intenciones torcidas, mientras que alcanzan recompensa social los que mantienen una elegante distancia respecto a cualquier institución donde se ponga a prueba nuestro músculo democrático.

Este seguiría siendo un país de pandereta aunque los resultados de nuestros “colores” hubieran sido espectaculares. Más inquietante me parecería esta opción, ya que estaríamos disfrutando de un “idilio melifluo” con la madurez e inteligencia de nuestra ciudadanía, tan visceral y desenfocado como el desencuentro que sufrimos en estas horas.

Entre tanto, nadie se preocupa del “cómo somos”. La misteriosa desaparición de esta variable de nuestras ecuaciones políticas indica con claridad la liviandad y la oquedad de nuestro “ser” político. El “cómo somos” se residencia en los gabinetes mercadotécnicos de los comités electorales, para maximizar el voto. Deja de ser objeto de la acción política para convertirse en un orientador del mensaje electoral.

Cuando en alguno de los raquíticos espacios para el debate político que cabe encontrar dentro de los partidos, he tenido ocasión de reclamar atención al “cómo somos” como objeto político de primer orden, he obtenido siempre la misma respuesta: “es que eso es muy difícil”. Ya.

lunes, 25 de enero de 2016

Mayestático



Este pasado verano, una joven amiga introdujo en una conversación de terraza de tintes políticos, con la vehemencia propia de la edad, una noción que no era ni mucho menos nueva, pero que me permitió entender algunas cosas e, inevitablemente, observar antiguas certezas desde una  perspectiva distinta. Su pronunciamiento era muy claro: ella iba a votar contra el bipartidismo.
Con la amabilidad que el contexto aconsejaba, le insinué que el bipartidismo no existía, que era uno de esos trucos narrativos que hacen fortuna, pero que se refería a algo inexistente. En ninguna de las convocatorias electorales que recuerdo se ha podido votar a más de un partido. De manera que en ningún caso se ha votado bipartidismo si o bipartidismo no, en especial porque el bipartidismo no es una opción política, sino un recurso literario para referirse a una situación en que los bloques ideológico-simbólico-identitarios aparecen nucleados en torno a dos grandes iconos, monopolizados por formaciones políticas.
Sin embargo, los medios de comunicación, siempre prestos a suministrar materiales simplificadores, no paraban de ofrecer datos comparativos acerca del porcentaje de votos totales que captaba el “bipartidismo”, y su evolución decreciente. El “fin del bipartidismo” era la formulación épica para referirse a esta gran fabulación.
Mientras escribo estas líneas (25 de enero), oigo en la radio una referencia demoscópica acerca de que la población española es mayoritariamente partidaria de que no se repitan las elecciones. Sin embargo, el resultado agregado de las voluntades individuales de los electores es el que ha creado una aritmética que hace bastante probable ese escenario, no deseado, si atendemos a los datos de esa encuesta.
La interpretación, reiterada ad nauseam, de lo que ha expresado el pueblo a través de las urnas, sospechosamente coincidente con los intereses previos del augur, nos pone sobre la pista de una debilidad, que podemos considerar característica de nuestra cultura política y democrática. Es una confusión mayestática, que expresa con inquietante contundencia una de nuestras dificultades: nos, el pueblo. Tendemos a intentar entender la voluntad colectiva (que, en sí misma no existe sino como espejismo estadístico), a través de la personalización o cosificación de los comportamientos sociales. “Lo que ha dicho la sociedad española…” o “lo que han dicho las urnas…”.
Era de esperar. Uno de los mantras preelectorales, también de bastante éxito consiste en una reclamación a los partidos para que aclararan su estrategia de pactos antes de la jornada electoral. Si tenemos en cuenta que la eventual necesidad de pactar es una consecuencia del resultado, es decir, de la agregación de las voluntades individuales de los votantes, parece de todo punto extemporánea esa insistente reclamación. ¿Cómo va a fijar una formación política esa supuesta estrategia de pactos antes de saber qué resultado va a producirse?. Evidentemente, todos tienden a fidelizar a su clientela con el tópico deportivo de “salir a ganar”. Y cabe interpretar que es lo que cabalmente quieren, y es, precisamente, el resultado agregado de las voluntades de los votantes el que lo hace imposible.
Según parece, hay cierto acuerdo acerca de que lo que han dicho las urnas es que hay que dialogar y pactar. De nuevo el plural mayestático. Es increíble que alguien piense que cuando un votante vota a un partido, lo hace exigiéndole que relativice su oferta, puesto que se le va a primar su capacidad de pacto o acuerdo, en el que inevitablemente se producirán fracturas en el relato electoral de ese partido. La consecuencia: a los líderes políticos les encantan los proyectos de pacto que refuerzan sus posturas previas, mientras que descalifican con una obscena contundencia cualquier otro que les aleje de los núcleos de poder.
Precisamente estamos en ese punto. La traducción institucional de las voluntades individuales de los votantes es mediada, no directa. Sería imposible que lo fuera. Las reiteradas críticas a la legislación electoral, justificada en algunos casos especialmente llamativos, no puede olvidar que es esa legislación (o cualquier otra que la sustituya) una de las principales herramientas para traducir voluntades individuales de los votantes en conformaciones institucionales.
Es también en estos tiempos previos a la investidura cuando queda más de manifiesto cual es el espacio de responsabilidad de los “políticos”, puesto que su tarea sería contribuir a una traducción funcional de los resultados electorales en agendas institucionales que tengan sentido.
Cuando esos actores políticos repiten con insistencia que los ciudadanos no entenderían que no sean capaces de formar gobierno, y que su obligación es resolver problemas,  y no crearlos, puesto que es para lo que le pagamos, sus afirmaciones rezuman pragmatismo, soberbia y maniobrerismo, y no permiten alentar demasiadas esperanzas de que hayan entendido la auténtica naturaleza de la cuestión.
Cuando, en cambio, se invoca un supuesto interés de los españoles (de nuevo el plural mayestático) como clave para ordenar las posturas de los partidos, de cara a crear condiciones para la gobernabilidad, lo que rezuma esa invocación es una mezcla de ingenuidad y cinismo. Es más que evidente, con estos resultados electorales y con cualesquiera otros, que no hay un único interés de los españoles, sino intereses contrapuestos, en conflicto y en mutación. Los intereses de conciliación, los que deben estar por encima de las aspiraciones de las agendas de gestión, son los constitucionales, los actuales o los que decidamos en ejercicio de nuestra soberanía. La acción de gobierno, en cambio, se refiere a asignaciones concretas de recursos en el tiempo, acción característica de la gestión y la administración.
No estaría de más que recordáramos que lo que votamos en unas elecciones generales es la configuración de las cámaras parlamentarias. A esas cámaras, con el procedimiento establecido, les corresponden dos funciones cruciales pero no idénticas: gestionar el marco jurídico del estado de derecho (actualización de las leyes, promoción legislativa, modificación e innovación de leyes, reglamentos e iniciativas parlamentarias), y generar mayorías de apoyo a la acción de gobierno (la administración y gestión de los recursos durante un periodo de legislatura). La confusión entre ambas consecuencias de la consulta electoral (sistemática y desesperante entre políticos, politólogos, analistas, tertulianos y periodistas especializados) genera un caldo de cultivo que explica la creciente incomprensión y desesperación de los ciudadanos, que consideran haber cumplido con su obligación como votantes y observan una gran dificultad por parte de los responsables para traducir el agregado de voluntades en un marco institucional viable.
En el centro de esa confusión están nociones como “el partido que ha ganado las elecciones”, o “pacto de perdedores”, como si las elecciones se convocaran para formar gobierno y no para configurar las cámaras legislativas.
El panorama se complica más cuando advertimos que la coyuntura política está caracterizada por un cuestionamiento significativo de algunos de los elementos centrales de nuestro marco constitucional, y, en consecuencia, de nuestra convivencia. Singularmente, el empuje del independentismo en Cataluña y la desafección de una parte significativa de la población española respecto al marco institucional del país, y, muy especialmente, respecto al reparto de cargas de la mala situación económica, suponen llamadas de atención que parecen apuntar a la necesidad de reforma del marco constitucional. Esta redefinición o reforma resulta ser sumamente dificultosa  si atendemos a los resultados electorales. De ahí la invocada minoría de bloqueo que exhibe el PP dentro de su argumentario (más de 117 diputados, que suponen un tercio del Congreso de los diputados), o su mayoría en la cámara alta.
Habría que distinguir, en consecuencia, dos niveles de la cuestión.
La reforma constitucional, y la incorporación de diferentes –y confrontadas- visiones sobre aspectos cruciales de nuestra convivencia requiere amplios acuerdos, y una cultura ciudadana e institucional cuya inexistencia queda patente en el día a día, lo que apunta a la necesidad de crearla como condición de futuro.
La formación de gobierno tiene también sus dificultades, y no es la menor el hecho de que la creación de esa cultura ciudadana e institucional que permita gestionar el marco de convivencia entre los ciudadanos soberanos aparece en la agenda de gestión con tanta urgencia como frenar los desahucios, evitar la pobreza energética o combatir la desigualdad.
Estos tiempos preinvestidura nos permiten observar dos rasgos preocupantes: la incapacidad para distinguir estos dos niveles, o el deliberado intento de confundirlos como parte del argumentario de unas instituciones –los partidos- que aparecen lastrados por una práctica de ordenación de acceso al poder; y una abrumadora inexperiencia en crear proyectos que permitan la cohesión y la articulación social.
Y ¿qué hay en el centro de ese deliberado intento de confusión? El plural mayestático.