lunes, 25 de enero de 2016

Mayestático



Este pasado verano, una joven amiga introdujo en una conversación de terraza de tintes políticos, con la vehemencia propia de la edad, una noción que no era ni mucho menos nueva, pero que me permitió entender algunas cosas e, inevitablemente, observar antiguas certezas desde una  perspectiva distinta. Su pronunciamiento era muy claro: ella iba a votar contra el bipartidismo.
Con la amabilidad que el contexto aconsejaba, le insinué que el bipartidismo no existía, que era uno de esos trucos narrativos que hacen fortuna, pero que se refería a algo inexistente. En ninguna de las convocatorias electorales que recuerdo se ha podido votar a más de un partido. De manera que en ningún caso se ha votado bipartidismo si o bipartidismo no, en especial porque el bipartidismo no es una opción política, sino un recurso literario para referirse a una situación en que los bloques ideológico-simbólico-identitarios aparecen nucleados en torno a dos grandes iconos, monopolizados por formaciones políticas.
Sin embargo, los medios de comunicación, siempre prestos a suministrar materiales simplificadores, no paraban de ofrecer datos comparativos acerca del porcentaje de votos totales que captaba el “bipartidismo”, y su evolución decreciente. El “fin del bipartidismo” era la formulación épica para referirse a esta gran fabulación.
Mientras escribo estas líneas (25 de enero), oigo en la radio una referencia demoscópica acerca de que la población española es mayoritariamente partidaria de que no se repitan las elecciones. Sin embargo, el resultado agregado de las voluntades individuales de los electores es el que ha creado una aritmética que hace bastante probable ese escenario, no deseado, si atendemos a los datos de esa encuesta.
La interpretación, reiterada ad nauseam, de lo que ha expresado el pueblo a través de las urnas, sospechosamente coincidente con los intereses previos del augur, nos pone sobre la pista de una debilidad, que podemos considerar característica de nuestra cultura política y democrática. Es una confusión mayestática, que expresa con inquietante contundencia una de nuestras dificultades: nos, el pueblo. Tendemos a intentar entender la voluntad colectiva (que, en sí misma no existe sino como espejismo estadístico), a través de la personalización o cosificación de los comportamientos sociales. “Lo que ha dicho la sociedad española…” o “lo que han dicho las urnas…”.
Era de esperar. Uno de los mantras preelectorales, también de bastante éxito consiste en una reclamación a los partidos para que aclararan su estrategia de pactos antes de la jornada electoral. Si tenemos en cuenta que la eventual necesidad de pactar es una consecuencia del resultado, es decir, de la agregación de las voluntades individuales de los votantes, parece de todo punto extemporánea esa insistente reclamación. ¿Cómo va a fijar una formación política esa supuesta estrategia de pactos antes de saber qué resultado va a producirse?. Evidentemente, todos tienden a fidelizar a su clientela con el tópico deportivo de “salir a ganar”. Y cabe interpretar que es lo que cabalmente quieren, y es, precisamente, el resultado agregado de las voluntades de los votantes el que lo hace imposible.
Según parece, hay cierto acuerdo acerca de que lo que han dicho las urnas es que hay que dialogar y pactar. De nuevo el plural mayestático. Es increíble que alguien piense que cuando un votante vota a un partido, lo hace exigiéndole que relativice su oferta, puesto que se le va a primar su capacidad de pacto o acuerdo, en el que inevitablemente se producirán fracturas en el relato electoral de ese partido. La consecuencia: a los líderes políticos les encantan los proyectos de pacto que refuerzan sus posturas previas, mientras que descalifican con una obscena contundencia cualquier otro que les aleje de los núcleos de poder.
Precisamente estamos en ese punto. La traducción institucional de las voluntades individuales de los votantes es mediada, no directa. Sería imposible que lo fuera. Las reiteradas críticas a la legislación electoral, justificada en algunos casos especialmente llamativos, no puede olvidar que es esa legislación (o cualquier otra que la sustituya) una de las principales herramientas para traducir voluntades individuales de los votantes en conformaciones institucionales.
Es también en estos tiempos previos a la investidura cuando queda más de manifiesto cual es el espacio de responsabilidad de los “políticos”, puesto que su tarea sería contribuir a una traducción funcional de los resultados electorales en agendas institucionales que tengan sentido.
Cuando esos actores políticos repiten con insistencia que los ciudadanos no entenderían que no sean capaces de formar gobierno, y que su obligación es resolver problemas,  y no crearlos, puesto que es para lo que le pagamos, sus afirmaciones rezuman pragmatismo, soberbia y maniobrerismo, y no permiten alentar demasiadas esperanzas de que hayan entendido la auténtica naturaleza de la cuestión.
Cuando, en cambio, se invoca un supuesto interés de los españoles (de nuevo el plural mayestático) como clave para ordenar las posturas de los partidos, de cara a crear condiciones para la gobernabilidad, lo que rezuma esa invocación es una mezcla de ingenuidad y cinismo. Es más que evidente, con estos resultados electorales y con cualesquiera otros, que no hay un único interés de los españoles, sino intereses contrapuestos, en conflicto y en mutación. Los intereses de conciliación, los que deben estar por encima de las aspiraciones de las agendas de gestión, son los constitucionales, los actuales o los que decidamos en ejercicio de nuestra soberanía. La acción de gobierno, en cambio, se refiere a asignaciones concretas de recursos en el tiempo, acción característica de la gestión y la administración.
No estaría de más que recordáramos que lo que votamos en unas elecciones generales es la configuración de las cámaras parlamentarias. A esas cámaras, con el procedimiento establecido, les corresponden dos funciones cruciales pero no idénticas: gestionar el marco jurídico del estado de derecho (actualización de las leyes, promoción legislativa, modificación e innovación de leyes, reglamentos e iniciativas parlamentarias), y generar mayorías de apoyo a la acción de gobierno (la administración y gestión de los recursos durante un periodo de legislatura). La confusión entre ambas consecuencias de la consulta electoral (sistemática y desesperante entre políticos, politólogos, analistas, tertulianos y periodistas especializados) genera un caldo de cultivo que explica la creciente incomprensión y desesperación de los ciudadanos, que consideran haber cumplido con su obligación como votantes y observan una gran dificultad por parte de los responsables para traducir el agregado de voluntades en un marco institucional viable.
En el centro de esa confusión están nociones como “el partido que ha ganado las elecciones”, o “pacto de perdedores”, como si las elecciones se convocaran para formar gobierno y no para configurar las cámaras legislativas.
El panorama se complica más cuando advertimos que la coyuntura política está caracterizada por un cuestionamiento significativo de algunos de los elementos centrales de nuestro marco constitucional, y, en consecuencia, de nuestra convivencia. Singularmente, el empuje del independentismo en Cataluña y la desafección de una parte significativa de la población española respecto al marco institucional del país, y, muy especialmente, respecto al reparto de cargas de la mala situación económica, suponen llamadas de atención que parecen apuntar a la necesidad de reforma del marco constitucional. Esta redefinición o reforma resulta ser sumamente dificultosa  si atendemos a los resultados electorales. De ahí la invocada minoría de bloqueo que exhibe el PP dentro de su argumentario (más de 117 diputados, que suponen un tercio del Congreso de los diputados), o su mayoría en la cámara alta.
Habría que distinguir, en consecuencia, dos niveles de la cuestión.
La reforma constitucional, y la incorporación de diferentes –y confrontadas- visiones sobre aspectos cruciales de nuestra convivencia requiere amplios acuerdos, y una cultura ciudadana e institucional cuya inexistencia queda patente en el día a día, lo que apunta a la necesidad de crearla como condición de futuro.
La formación de gobierno tiene también sus dificultades, y no es la menor el hecho de que la creación de esa cultura ciudadana e institucional que permita gestionar el marco de convivencia entre los ciudadanos soberanos aparece en la agenda de gestión con tanta urgencia como frenar los desahucios, evitar la pobreza energética o combatir la desigualdad.
Estos tiempos preinvestidura nos permiten observar dos rasgos preocupantes: la incapacidad para distinguir estos dos niveles, o el deliberado intento de confundirlos como parte del argumentario de unas instituciones –los partidos- que aparecen lastrados por una práctica de ordenación de acceso al poder; y una abrumadora inexperiencia en crear proyectos que permitan la cohesión y la articulación social.
Y ¿qué hay en el centro de ese deliberado intento de confusión? El plural mayestático.

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