sábado, 5 de noviembre de 2022

Neomadridismos

 Escrito el 29 de mayo de 2022

Escribo este texto en la tarde del día después del triunfo del Real Madrid ante el Liverpool, por el que la entidad blanca ha alcanzado el impresionante record de 14 máximos títulos continentales en la competición de clubs (sumando las antiguas Copas de Europa, y su equivalente contemporáneo, Champions League). Me animo a escribirlo, como es en mí habitual, para poner orden a mis ideas y sensaciones, y definitivamente motivado por el deseo de evitar ser rodeado por un gran número de canales de TV y emisoras de radio “entregadas a la causa”. Ya me pasó el día de la celebración del título de Liga, título tan merecido esta temporada como desproporcionado fue su seguimiento en los medios. El planteamiento de ese seguimiento mediático me dió unas últimas pistas para el enfoque de lo que voy a compartir con vosotros en este escrito: parecería que ser madridista es la condición “normal”, mientras que no serlo resulta sospechoso. Los madridistas más conspicuos han llegado a la conclusión de que el que no es madridista, es antimadridista, por lo que esta desmesura en el tratamiento informativo tiene una doble dirección: la satisfacción extática de los merengones, y el escarnio de los que no lo son, lo que redobla esa satisfacción.



Mi afición al fútbol se remonta a mi más temprana infancia. Un chaval de Villagarcía de principios de los '60 vivía con, por y para el fútbol, tanto en el ambiente de los amigos y vecinos del barrio, como en el seno familiar, y también junto a los compañeros de los distintos niveles educativos por los que he ido transitando. Mi padre era un buen aficionado al fútbol, y, de todos sus hijos, yo era el que más he compartido con él la afición. Numerosas tardes en el Estadio entonces llamado de la Falange, y, antes de tener televisor en casa, la peregrinación a alguno de los bares del barrio para ver los lunes algo que me parecía sorprendente y misterioso: la repetición de los goles y mejores jugadas de cada partido de la jornada del día anterior (antes los partidos se jugaban en domingo). Cuando ya hubo tele en casa, asistir a todos los partidos televisados, y comentar las jugadas. Mi padre era un buen aficionado al fútbol, y apreciaba los entresijos del juego, no en vano en su juventud había sido jugador. No aprecié ningún rasgo de forofismo, salvo en lo concerniente a la selección española y, de vez en cuando, con una ligera inclinación hacia el Real Madrid, que no creo que fuera una manifestación de forofismo, sino el reconocimiento de la importancia simbólica que tenía para la época el que el Real Madrid nos redimiera de nuestro complejo de inferioridad con sus triunfos europeos. De vez en cuando sentenciaba : “me gusta ver los partidos del Madrid, porque es un equipo que juega y deja jugar...”. Pero, por encima de todas las cosas, a mi padre le gustaba el buen fútbol y aprovechaba cualquier lance del juego para hacer pedagogía conmigo, ensalzando los rasgos más deportivos (el esfuerzo, la superación, el respeto por el adversario) y censurando esas “pellejerías” tan frecuentes en el mundo de la competición (fingir, perder tiempo, buscar bronca...).

Hizo un buen trabajo, puesto que he mantenido la afición al fútbol, sin ninguna pasión por ningún color en particular. Mis afinidades por los distintos equipos no eran en absoluto incondicionales: me caían simpáticos los equipos de los que apreciaba buen fútbol. Me gustó la Real Sociedad, el Atlético de Madrid de Marcel Domingo -auténtico precursor del estilo español de fútbol que se consagró con la conquista del Mundial de selecciones-, la Holanda de Cruyff (y de otros tantos), el Barça de Guardiola... Nunca me emocionó el juego del Real Madrid, aunque aprecié mucho los méritos del grupo de canteranos de la “quinta del Buitre”. Pero, desde luego, nunca he sido antimadridista. Ser “anti” me parece una categoría ajena al deporte, por cuyos valores he mantenido el respeto que me inculcó mi padre. Tengo muy buenos amigos y amigas madridistas, y -huelga decirlo- son gente con criterio, y tienen tanto aprecio por el buen juego y los valores del deporte como yo mismo.

Pero con el encanallamiento de los tiempos, la polarización y la alteridad parecen haber sometido la convivencia a una especie de centrifugado tribal. Y el tribalismo se ha enseñoreado entre una buena parte de los aficionados, de manera que ya es dificil encontrar alguien con quien hablar de fútbol. Se ha pasado en poco tiempo de la típica coña de lunes en el bar entre simpatizantes de diferentes equipos al triunfo rampante de las posiciones más alejadas de mis ideales futbolísticos y deportivos. El fútbol ha dejado de ser lugar de encuentro para convertirse en una permanente camorra.

Y en ese ambiente bronco, fanático, irracional e irrespetuoso surge un nuevo madridismo, que encarna lo que me parece lo peor de este país: la intolerancia, la falta de respeto por los que no comparten preferencias, la persecución de la inteligencia, la exaltación del triunfo a cualquier precio, en definitiva, un movimiento al que le importa poco el fútbol y el deporte, y que adopta una identidad de aprecio por un club para no reconocer su carácter directamente reaccionario.

Esta mañana, leo en un post en Facebook de un “amigo” lo siguiente: “Felicidades al fútbol español y si hay un solo español que no se sienta feliz que se lo medique”. En los minutos de retraso antes del comienzo del partido, yo había publicado en mi Facebook: “En cada uno de los equipos que juegan la final de la Champions League hay un español: Carvajal en el Real Madrid y Thiago Alcántara en el Liverpool”.


Me cuesta trabajo reconocer en el Real Madrid a un equipo “español”. Los madridistas de nuevo cuño han llegado a odiar a la selección española porque el actual seleccionador ha pasado varias convocatorias sin incluir a ningún futbolísta del Real Madrid. Si no juegan jugadores del Madrid, la selección no merece llamarse “española”, parece ser la base del silogismo. Seguramente, si el Real Madrid alineara a más españoles, estos tendrían más posibilidades de participar en la selección.

Llevo bastante tiempo apreciando que cuanto más forofismo, menos importancia tiene el aprecio por el fútbol. Uno puede ser un magnífico forofo, incluso un tertuliano de esos nuevos formatos que son como el “Sálvame” en versión futbolera, sin tener ni la más mínima idea de fútbol, como frecuentemente ponen de manifiesto en sus intervenciones. Han dejado claro, además, que tampoco les importa mucho España, sino su tribu, con la que tienden a confundirla.

Cuando oigo hablar de los “valores” del Real Madrid, no puedo dejar de pensar en Florentino Pérez y su gestión del club como un espacio de negocio, negocio que solo es posible si se olvida el aprecio por el juego y los valores deportivos, y se abona el forofismo que solo quiere triunfos. No puedo dejar de pensar en sus movimientos para crear la Superliga europea, despreciando a tantos meritorios clubes de fútbol españoles que son la urdimbre institucional de una gran afición.

A mí también me gustan los triunfos, pero siempre los he entendido como la recompensa por hacer las cosas bien. Me encantó el éxito de la selección española en Sudáfrica, y en los dos campeonatos de Europa sucesivos, y alcancé una gran satisfacción por el hecho de que fuera Iniesta el autor del gol definitivo del Mundial. Me han encantado los éxitos de la selección española de baloncesto, en la inolvidable etapa liderada por Pau Gasol. Vibro y disfruto con la trayectoria de Rafael Nadal, un contrastado madridista que es ejemplo de todos los valores del deporte. Pero, mientras que el éxito es una cuestión contingente, hacer las cosas bien es la pura finalidad del deporte. Entregarse, dar lo mejor de uno mismo, esa y no otra es su esencia. El triunfo sabe bien cuando reconoce el mérito y la excelencia. No hay atajos. Ganar sin brillo ni mérito no me satisface en absoluto. Los éxitos a los que me refiero me han proporcionado satisfacción porque contienen genuinos valores deportivos, y están encarnados por auténticos cracks, que, además de su excelencia deportiva, hacen gala de unos valores humanos y cívicos encomiables, y que son, por eso, un motivo de inspiración para toda una sociedad.

Estos neomadridistas, que rinden culto al éxito, que desprecian e ignoran todo lo relacionado con el juego del fútbol y con los valores deportivos; que desprecian a la selección española, confundiendo España con su tribu, y de los que sospecho que tampoco le tienen mucho aprecio al club de sus amores, solo tienen una patria: ellos mismos (y ganar).

Por eso, harían bien los auténticos madridistas en proteger el patrimonio reputacional del club de la acción de esta turba que amenaza con parasitar y acabar engullendo su imagen y prestigio simbólico.


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