Vi la luz de este mundo mientras Juan Goytisolo realizaba una serie de viajes por el sureste de la provincia de Almería, que acabaron inspirándole la redacción de “Campos de Níjar”.
Siempre he pensado que mi decisión de hacerme nijareño tenía una causa inicial en la lectura de esa obra de Goytisolo. Lo que entonces no podía sospechar, y es un descubrimiento de edad provecta, es que mi vocación paisajística, en cuya vanguardia conceptual he habitado durante muchos años de mi vida profesional, estaba tan influida por la obra y la vida de Juan Goytisolo.
Tampoco sospechaba que la toma de conciencia del paisaje de una generación de almerienses, entre los que me cuento, estuviera tan inspirada en la lectura de este libro de viaje.
Y no se me ocurre mejor forma de referirme a esa influencia que la del descubrimiento de la dimensión moral del paisaje, perfectamente presente en la declaración de Goytisolo en el propio texto de la obra: sentía un arrobo estético ante la descarnada y salvaje belleza de los Campos de Níjar, y, al mismo tiempo, una indignación moral ante el abandono, el atraso, y la violenta miseria a la que estaban condenados sus habitantes.
Goytisolo, después, nos enseñó alguna otra cosa sobre la mirada: que es severa, crítica y reivindicativa cuando habitamos nuestro espacio de vida habitual, y se vuelve placentera, indulgente, hedonista, cuando viajamos, cuando visitamos espacios no habituales.
También que la mirada desde la periferia al centro es superior a la contraria.
Los que decidimos seguirle en su búsqueda de un sur virtuoso, aprendimos muchas más cosas: a medinear, a deambular sin rumbo por nuestras ciudades, siguiendo los pasos de Baudelaire, de Hessel, de Walter Benjamin, de Guy Debord; a diferenciar las propuestas literarias de los productos editoriales; a asumir sin gravedad que la condición del intelectual es el riesgo; a apreciar la belleza de la dignidad; a entender la libertad.
Ahora que su travesía ha terminado y su estela se ha convertido en potente faro en el horizonte, nos toca seguir aprendiendo de la condición moral del paisaje.
Desde muy pronto, convine en rechazar el supuesto y teórico “paisaje de las cosas”. Preferí transitar un camino alternativo, que me llevó, sucesivamente, a centrarme en la percepción, en la mirada, en la representación, en el significado, en la narrativa, en la condición moral y, por último, en la capacidad movilizadora del paisaje.
…
Durante mucho tiempo, nos hemos preguntado: ¿qué es el paisaje? Es una pregunta-trampa, puesto que nos emplaza a pensar en el ser del paisaje, y nos obliga a buscar una respuesta, que, inevitablemente, es falsa, porque el paisaje no es.
Las cosas que componen las escenas, las vistas, tienen múltiples condiciones.
Esas cosas son… y esa es su condición ontológica.
Las cosas parecen… y esa es su condición fenomenológica
Las cosas significan algo… y esa es su condición semántica.
Pero ¿cuál es su condición paisajística?
La condición paisajística de las cosas es que comparecen ante la mirada.
¿Qué significa ese “comparecer ante la mirada”?
Significa, en primer término, que la mirada es una condición necesaria para el comparecer de las cosas, de las escenas, de las vistas. La mirada funda el paisaje.
En segundo lugar, comparecer alude a una condición fenomenológica especial, el parecer común, la asignación colectiva de significado a ese parecer. Apunta a su cualidad cultural, puesto que encuentra acomodo en la existencia de repertorios icónicos, gráficos y significantes convergentes, que funcionan en relación a cosmovisiones que componen matrices o universos culturales compartidos.
Estos universos culturales compartidos permiten una codificación de los signos presentes en las escenas.
La práctica básica del paisaje consiste en una lectura de esos signos, en la búsqueda de su significado.
Las referencias a la condición lingüística de nuestra comprensión del mundo se remontan a la Edad Media, con la metafórica de la legibilidad del “libro de la naturaleza” o “libro del mundo”, según nos ha indicado Hans Blumemberg. A partir de ahí, Berjon ha teorizado sobre la “Gramática del arte”, Dondis sobre la “Sintaxis de la imagen”… la lectura del paisaje.
Así, el paisaje queda constituido por una lectura de signos, según distintos acuerdos y preferencias que conforman mundos culturales y se remiten a ellos.
El paisaje es una actitud de la mirada, un acto, un “hacer”.
Cuando “hacemos paisaje” estamos generando una representación cultural no mediada, y una interpretación que sí es mediada, o, cuando menos, intervenida.
Construimos preferencias paisajísticas apoyándonos en convenciones sociales, de naturaleza cultural.
Para que las cosas comparezcan ante la mirada, tenemos que reconocer que ese parecer común es posible por la existencia previa de acuerdos culturales, a los que, al mismo tiempo estamos emplazados a enriquecer, a hacerlos crecer.
¿Cómo se enriquece la experiencia del paisaje? Mediante la asignación de significados, mediante narrativas que connotan, que arrojan luz sobre zonas oscuras.
Tomamos conciencia del paisaje cuando adoptamos una posición creativa o receptiva en la apertura hermética, en la apertura de los significados.
El paisaje contiene una promesa: la de contribuir a la cohesión de las comunidades, en tanto que habitantes o dolientes de un lugar. En estos tiempos de polarización, de vanidad individual, de gusto por la confrontación y la alteridad, el paisaje nos invita a pensar que nuestra condición mediterránea también genera sentido de comunidad, y que no atender a ese sentido nos debilita, nos hace vulnerables, y acaba empobreciéndonos.
Hagamos paisaje. Salgamos ahí fuera a que nuestras miradas iluminen las ciudades, los pueblos, los campos. Practiquemos la generosidad del paseo compartido. Desarrollemos un nuevo sentido de comunidad, que nos una en la ambición del proyecto común. Disfrutemos de nuestro hacer paisajístico. Habitemos poéticamente el mundo.