La oquedad institucional
Tengo suficiente
edad para recordar los días del referéndum constitucional de 1978. Y recuerdo
especialmente mi estupor al considerar cómo podríamos convivir en una sociedad
democrática con la misma población que había mostrado hasta ese momento tan
poco apego a la libertad y a la responsabilidad. En estos tiempos abundan los
analistas que concluyen que aquella transición, que superó innumerables
dificultades y que dio ejemplo de pragmatismo y buen sentido, se limitó a la
superestructura jurídico-administrativa, y que tenemos aún pendiente la
transición social y cultural. Puedo contarme entre esos analistas.
Por
sorprendente que parezca, casi cuarenta años después, seguimos contando con la
misma debilidad. El resultado de este proceso de construcción de una sociedad
democrática con un fundamento en falta –la ciudadanía-, es lo que aquí denomino
oquedad institucional. Forma parte de nuestro escenario, y hay que considerarlo
necesariamente para nuestras estrategias de desarrollo territorial.
He ido
descubriendo pistas de esa oquedad con frecuencia. En general, es la expresión
institucional de un aligeramiento, de una levedad que parece consagrar el
parecer sobre el ser. Nuestra inconsistencia, nuestra inmadurez, junto con
cierta gracia escénica, explica que hayamos construido una apariencia de
normalidad democrática sin haber puesto ni un solo cimiento para dar solidez al
montaje.
Mi primera
revelación se produjo, como casi todas las demás, en el contexto de mi
experiencia profesional. Fue a propósito de los Planes Especiales de Protección
del Medio Físico, que se elaboraron para cada una de las ocho provincias
andaluzas. Nunca he dudado de la conveniencia ni oportunidad de acometer ese
proceso de planificación, pero he tenido que convivir con esos instrumentos
durante muchos años, lo que me ha permitido conocer en profundidad su
inconsistencia metodológica, la pobreza de medios empleados en su elaboración,
sus deficiencias instrumentales, y la dificultad con la que convivían con otras
formas más elaboradas de nuestro sistema de planificación territorial. Pero una
vez aprobados, estos Planes se convirtieron en un dogma inexorable, que no
podía ser cuestionado ni siquiera por formas alternativas y más elaboradas de
conseguir sus mismos propósitos. Y, al mismo tiempo, especialmente cuando se
elaboraba planeamiento urbanístico municipal, se echaba en falta un marco de
referencia que identificara los valores físicos del territorio que el
crecimiento urbano no debería perturbar. Eso me permitió sugerir en algunos
debates, para sorpresa de los asistentes, que necesitaríamos unos Planes de
Protección del Medio Físico, de amplia escala, para facilitar la elaboración de
las normas urbanísticas de los municipios. Se me contestó: ya los tenemos. Y
tuve que argumentar que lo que teníamos era un problema serio. El instrumento
de planificación había adquirido autonomía respecto a sus propósitos, no
resolvía ningún problema y había creado uno de nuevo cuño: su existencia
impedía que se pudiera reclamar el cumplimiento de sus principios inspiradores.
Habíamos creado una apariencia hueca. Para mantener la apariencia, y que no se apreciara su oquedad, había que dar rigidez y solidez al armazón epidérmico que suplantaba a lo que realmente necesitábamos y que nunca tuvimos. Además, nunca más podríamos reclamarlo.
Muy pronto,
descubrí que esto no era un problema exclusivo de esos humildes instrumentos de
planificación, sino que ponía de manifiesto un contexto generalizado de
institucionalidad hueca, tramposa, que impedía el cumplimiento de las promesas
fundacionales de una sociedad supuestamente democrática, puesto que cada
creación institucional secuestraba los principios y objetivos que se
perseguían, los “motivos”, y, con frecuencia, también los valores invocados,
haciéndolos imposibles.
Leyes, Reglamentos,
Planes, Fundaciones, Asociaciones, Partidos, Entidades Públicas, Agencias,
Administraciones de diversa naturaleza y escala de intervención: un
complejísimo y caro sistema institucional hueco, que no solo no facilitaba la
consecución de los objetivos democráticos, constitucionales, sino que la
impedía de una manera sutil pero inexorable.
Así, tuve
ocasión de proponer en distintos foros de desarrollo provincial la conveniencia
de fundar una Universidad en Almería, cuando era notoria su existencia desde
hacía décadas. Propuse también que el Plan Especial del Centro Histórico de
Almería se denominara “Plan Especial de Protección del Centro Histórico y
Reforma Interior del Ayuntamiento”. En un foro de debate promovido por la
Autoridad Portuaria, sobre el Plan Especial del Puerto, que proponía una
terminal de contenedores, pregunté inocentemente qué iban a contener los
contenedores, y no volví a ser invitado. Ahora sospecho que esa terminal de
contenedores tiene más que ver con las necesidades de despliegue militar de la
base de Viator.
También participé en una reunión de expertos sobre el PITA, donde se presentaba y, supuestamente debatía, su proyecto de urbanización. Expuse que no entendía por qué había que hacer un polígono para estimular la innovación y la tecnología en Almería: me parecía más barato y eficaz crear una red virtual de colaboración entre empresas, centros públicos de investigación y profesionales. Si la institución promotora tenía que tener una sede, se me ocurrían sitios mucho más significativos, atractivos y simbólicos de albergarla. Tampoco entendía por qué la innovación y la tecnología tenían que situarse junto a un enlace de la Autovía, en un “no lugar” urbano, y quitando espacio a las actividades de logística y distribución, que eran las que naturalmente demandarían un emplazamiento de esas características. Ignoro si ese grupo de expertos volvió a reunirse. Lo que sí sé es que no volví a ser invitado.
Pero no hay
que hacer arqueología. En este mismo foro de debate, y ante la insistencia de
varios foreros, entre los que me cuento, en apuntar a la falta de ciudadanos
como uno de nuestros rasgos de mayor debilidad, se planteó la cuestión de quién
podría asesorarnos sobre procesos de construcción de ciudadanía. La prudencia
me aconsejó no hacer en ese momento una de mis características propuestas, que
suelen preceder a mi abandono del foro. Pero no tengo inconveniente en hacerla
ahora: creo que deberíamos crear una cosa, que podría tener el nombre de
partido político, donde se hiciera posible ese espacio de creación de
ciudadanía.
Y, sin
embargo, a pesar de esta oquedad institucional, que nos dificulta conseguir
nuestros objetivos, al secuestrarlos para legitimar su propia creación, aquí
estamos, y el mero estar supone una reivindicación de la esperanza. Supone que
podemos construir aquello que falta, el material para rellenar los huecos de
unas instituciones escénicas para convertirlas en lo que debieron ser desde el
principio: instrumentos que nos permitan avanzar en nuestros objetivos, que
sean la piel de nuestra alma, el alma democrática.
Junio 2014
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