Política, poder y virtud. Orígenes de la anomalía
democrática española.
Uno de los
subproductos más característicos de nuestra transición, a mi juicio, mal
llamada “política”, es, precisamente, el vaciamiento del campo semántico del
término “política”, y su posterior relleno con fragmentos de significado como
“perversión”, “corrupción”, “ambición”, más propios del campo semántico del
“poder”. En términos lingüísticos, estamos ante la inauguración de un falso
sinónimo. Confundimos la política con el poder, y eso nos impide entender la
política democrática en una de sus dimensiones características, precisamente la
de ser el antídoto ante los abusos del poder.
Estamos
utilizando el nombre del remedio (la política) para referirnos a la enfermedad
(la deriva oligárquica del poder). El resultado: estamos enfermos sin remedio.
Podemos
polemizar sobre si nuestra transición merece el apellido de “política”. Si
tendemos a confundir política con poder, seguramente nos parecerá acertada la
adjetivación, puesto que lo que se produjo fue una adaptación completa y
sistemática de las estructuras de poder. Pero si tendemos a identificar la
política como la actividad de los ciudadanos para buscar las mejores formas de
organización colectiva, convendremos en que esta transición no merece el
apellido de “política”.
¿Y los
partidos? ¿Merecen el apellido de “políticos”?
Los
ciudadanos no deberían pretender que la virtud colectiva sea una cosa distinta
de la suma de las virtudes individuales. Esa exigencia de virtud no puede
dirigirse exclusivamente a los que tienen responsabilidades públicas, como si
la privacidad fuese una especie de impunidad. Si en el ámbito de lo privado
seguimos tolerando conductas poco virtuosas, será inevitable que cuando uno de
los “privados” llegue a la responsabilidad pública, tenga la tentación de
seguir aplicando su lógica privada. Y no hay que olvidar que todos los
responsables públicos son, en origen, privados.
Pero el
desprecio a la “política” palidece ante el desprecio a los “políticos”. La
creación de ese sujeto mayestático es una de las claves para entender la
anomalía democrática española.
Se denomina
con este término tanto al legislador como al miembro de un ejecutivo, sea este
nacional, regional o local. Tanto a representantes electos como a gestores
seleccionados –supuestamente- por su perfil profesional. Pero nunca se
considera “político” a un líder social, ni a un activo miembro de una
asociación, ni siquiera al militante de un partido. La línea que separa en ese
imaginario a los “políticos” de los que no lo son es la dedicación y la
retribución por una actividad pública no funcionarial, y, paralelamente, la
capacidad de influir, positiva o negativamente, en nuestras vidas (el poder).
Respecto a la
dedicación y retribución de los “políticos”, comúnmente se considera que “viven
a nuestra costa”, y no que “trabajan para nosotros”. Sin embargo, no está
cuestionada su retribución, puesto que esta es la condición para una
enajenación de la responsabilidad. De hecho, un pacto tácito de la transición
es: “ahora vivimos en una sociedad democrática, con libertades y
responsabilidades. La asunción de responsabilidades es una pesada carga, por lo
que os proponemos que la deleguéis en quienes van a encargarse de desempeñarla
en vuestro nombre”. A esta propuesta tácita le acompaña uno de los eslóganes de
este reciente periodo: “los políticos están (estamos) para resolver problemas,
no para crearlos”. Sin embargo, y paradójicamente, en los últimos estudios
demoscópicos, una gran parte de la sociedad española considera a los políticos
como un problema. Me temo que ese mismo porcentaje es el de los que consideran
que “no es mía la culpa”. Se puede concluir que la frustración con los
“políticos” no apunta tanto una denuncia del mal funcionamiento del sistema de
delegación de responsabilidades, sino una crítica a la forma en la que estas se
atienden. Es decir, se sigue reclamando la virtud ajena.
El tema de la
responsabilidad es crucial para entender este permanente infantilismo
democrático de la sociedad española. También lo es la permanencia de elementos
tardofeudales en la cultura popular de esa misma sociedad.
Ambas cosas
pueden ser abordadas narrativamente a través de la noción de la resistencia al
poder característica de la sociedad española de los últimos siglos.
El hecho de
considerar la posibilidad de delegar la responsabilidad es ya un indicador de
inmadurez democrática. Esa responsabilidad es de los ciudadanos, y es
indelegable, y constituye el fundamento de la soberanía. Otra cosa es que se
deleguen tareas, o el ejercicio práctico e instrumental de las funciones
democráticas. Pero la responsabilidad no se puede delegar. Cuando se delega la
responsabilidad, se renuncia a la ciudadanía.
Vamos a tomar
riesgos, para formular una hipótesis acerca de nuestra anomalía democrática.
Podríamos
definir nuestro sistema democrático como un sistema tardofeudal. A falta de una
revolución burguesa fundacional, nuestra adaptación a la modernidad consiste en
que los vasallos elegimos al señor feudal, pero le exigimos que lo sea. El
señor feudal es el único responsable de todo lo que nos pasa. Cuando no nos
gusta lo que nos pasa, cambiamos de señor feudal. Este es un sistema que
asegura nuestra autoestima, puesto que nunca somos responsables de nada. Es
más, nuestra autoestima se reafirma en la desafección y el distanciamiento
respecto a los que ejercen nuestras responsabilidades, debidamente transferidas
a ellos mediante el sufragio y/o la retribución. Algunos biempensantes
consideran que la desafección es un riesgo para nuestro sistema político.
Cabalmente considerado, no solo no es un riesgo, sino que es un indicador de su
correcto funcionamiento. La finalidad de todo el sistema es que nadie se sienta
responsable de nada de lo que nos afecta a todos. Los responsables son los
políticos.
La censura a
los políticos y la corrección vía electoral de los protagonistas del poder y la
responsabilidad no contiene ningún compromiso ni apoyo concreto a ningún
programa de gobierno. Los votantes no admitimos que haya nada objetivo externo
a nuestro vínculo con los gobernantes, un vínculo intuitivo, voluble y diseñado
como mecanismo de protección de nuestros intereses individuales. Cuando estos
se ven vulnerados, se censura electoralmente a quienes han osado interferir en
nuestra dinámica individual. Los responsables de los partidos políticos saben
que nunca ganarán elecciones recordando antipáticas obligaciones colectivas o
llamando a un rigor que nadie está individualmente dispuesto a asumir. Es más,
saben que recabarán apoyos mayoritarios cuando alaben a los votantes, su
madurez, su inteligencia, y disimulen en sus presentaciones públicas las cosas
que saben que tendrán que hacer, pero que no caen simpáticas a los electores.
Todo el
sistema descansa en un acuerdo tácito acerca de la imposibilidad de lo
colectivo. Lo colectivo no existe. Especialmente no existe como moderador de
los intereses individuales, que, de esta manera, se presentan en toda su
virulencia y vigor.
Si tenemos la
individualidad, institución básica y fundamental de la modernidad, y tenemos el
sistema democrático representativo, su forma esencial de organización, ¿qué nos
falta, en qué radica nuestra anomalía democrática?
Pues nos
falta, precisamente, una ética colectiva que incorpore la responsabilidad a los
atributos de nuestra individualidad. Tenemos que tener confianza en que
colectivamente podemos enfrentarnos a problemas y debilidades, y superarlos.
Esto implica tener confianza en el otro, en los otros. Esta confianza,
actualmente en falta, no puede basarse en una fe filantrópica, sino en un
acuerdo de bases éticas sobre obligaciones y responsabilidad individuales
básicas para que funcione lo colectivo.
julio 2014
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