domingo, 7 de diciembre de 2014

La transición y sus secuelas (II)

Política, poder y virtud. Orígenes de la anomalía democrática española.

Uno de los subproductos más característicos de nuestra transición, a mi juicio, mal llamada “política”, es, precisamente, el vaciamiento del campo semántico del término “política”, y su posterior relleno con fragmentos de significado como “perversión”, “corrupción”, “ambición”, más propios del campo semántico del “poder”. En términos lingüísticos, estamos ante la inauguración de un falso sinónimo. Confundimos la política con el poder, y eso nos impide entender la política democrática en una de sus dimensiones características, precisamente la de ser el antídoto ante los abusos del poder.

Estamos utilizando el nombre del remedio (la política) para referirnos a la enfermedad (la deriva oligárquica del poder). El resultado: estamos enfermos sin remedio.

Podemos polemizar sobre si nuestra transición merece el apellido de “política”. Si tendemos a confundir política con poder, seguramente nos parecerá acertada la adjetivación, puesto que lo que se produjo fue una adaptación completa y sistemática de las estructuras de poder. Pero si tendemos a identificar la política como la actividad de los ciudadanos para buscar las mejores formas de organización colectiva, convendremos en que esta transición no merece el apellido de “política”.

¿Y los partidos? ¿Merecen el apellido de “políticos”?

Los ciudadanos no deberían pretender que la virtud colectiva sea una cosa distinta de la suma de las virtudes individuales. Esa exigencia de virtud no puede dirigirse exclusivamente a los que tienen responsabilidades públicas, como si la privacidad fuese una especie de impunidad. Si en el ámbito de lo privado seguimos tolerando conductas poco virtuosas, será inevitable que cuando uno de los “privados” llegue a la responsabilidad pública, tenga la tentación de seguir aplicando su lógica privada. Y no hay que olvidar que todos los responsables públicos son, en origen, privados.

Pero el desprecio a la “política” palidece ante el desprecio a los “políticos”. La creación de ese sujeto mayestático es una de las claves para entender la anomalía democrática española.
Se denomina con este término tanto al legislador como al miembro de un ejecutivo, sea este nacional, regional o local. Tanto a representantes electos como a gestores seleccionados –supuestamente- por su perfil profesional. Pero nunca se considera “político” a un líder social, ni a un activo miembro de una asociación, ni siquiera al militante de un partido. La línea que separa en ese imaginario a los “políticos” de los que no lo son es la dedicación y la retribución por una actividad pública no funcionarial, y, paralelamente, la capacidad de influir, positiva o negativamente, en nuestras vidas (el poder).

Respecto a la dedicación y retribución de los “políticos”, comúnmente se considera que “viven a nuestra costa”, y no que “trabajan para nosotros”. Sin embargo, no está cuestionada su retribución, puesto que esta es la condición para una enajenación de la responsabilidad. De hecho, un pacto tácito de la transición es: “ahora vivimos en una sociedad democrática, con libertades y responsabilidades. La asunción de responsabilidades es una pesada carga, por lo que os proponemos que la deleguéis en quienes van a encargarse de desempeñarla en vuestro nombre”. A esta propuesta tácita le acompaña uno de los eslóganes de este reciente periodo: “los políticos están (estamos) para resolver problemas, no para crearlos”. Sin embargo, y paradójicamente, en los últimos estudios demoscópicos, una gran parte de la sociedad española considera a los políticos como un problema. Me temo que ese mismo porcentaje es el de los que consideran que “no es mía la culpa”. Se puede concluir que la frustración con los “políticos” no apunta tanto una denuncia del mal funcionamiento del sistema de delegación de responsabilidades, sino una crítica a la forma en la que estas se atienden. Es decir, se sigue reclamando la virtud ajena.

El tema de la responsabilidad es crucial para entender este permanente infantilismo democrático de la sociedad española. También lo es la permanencia de elementos tardofeudales en la cultura popular de esa misma sociedad.

Ambas cosas pueden ser abordadas narrativamente a través de la noción de la resistencia al poder característica de la sociedad española de los últimos siglos.

El hecho de considerar la posibilidad de delegar la responsabilidad es ya un indicador de inmadurez democrática. Esa responsabilidad es de los ciudadanos, y es indelegable, y constituye el fundamento de la soberanía. Otra cosa es que se deleguen tareas, o el ejercicio práctico e instrumental de las funciones democráticas. Pero la responsabilidad no se puede delegar. Cuando se delega la responsabilidad, se renuncia a la ciudadanía.

Vamos a tomar riesgos, para formular una hipótesis acerca de nuestra anomalía democrática.
Podríamos definir nuestro sistema democrático como un sistema tardofeudal. A falta de una revolución burguesa fundacional, nuestra adaptación a la modernidad consiste en que los vasallos elegimos al señor feudal, pero le exigimos que lo sea. El señor feudal es el único responsable de todo lo que nos pasa. Cuando no nos gusta lo que nos pasa, cambiamos de señor feudal. Este es un sistema que asegura nuestra autoestima, puesto que nunca somos responsables de nada. Es más, nuestra autoestima se reafirma en la desafección y el distanciamiento respecto a los que ejercen nuestras responsabilidades, debidamente transferidas a ellos mediante el sufragio y/o la retribución. Algunos biempensantes consideran que la desafección es un riesgo para nuestro sistema político. Cabalmente considerado, no solo no es un riesgo, sino que es un indicador de su correcto funcionamiento. La finalidad de todo el sistema es que nadie se sienta responsable de nada de lo que nos afecta a todos. Los responsables son los políticos.

La censura a los políticos y la corrección vía electoral de los protagonistas del poder y la responsabilidad no contiene ningún compromiso ni apoyo concreto a ningún programa de gobierno. Los votantes no admitimos que haya nada objetivo externo a nuestro vínculo con los gobernantes, un vínculo intuitivo, voluble y diseñado como mecanismo de protección de nuestros intereses individuales. Cuando estos se ven vulnerados, se censura electoralmente a quienes han osado interferir en nuestra dinámica individual. Los responsables de los partidos políticos saben que nunca ganarán elecciones recordando antipáticas obligaciones colectivas o llamando a un rigor que nadie está individualmente dispuesto a asumir. Es más, saben que recabarán apoyos mayoritarios cuando alaben a los votantes, su madurez, su inteligencia, y disimulen en sus presentaciones públicas las cosas que saben que tendrán que hacer, pero que no caen simpáticas a los electores.

Todo el sistema descansa en un acuerdo tácito acerca de la imposibilidad de lo colectivo. Lo colectivo no existe. Especialmente no existe como moderador de los intereses individuales, que, de esta manera, se presentan en toda su virulencia y vigor.

Si tenemos la individualidad, institución básica y fundamental de la modernidad, y tenemos el sistema democrático representativo, su forma esencial de organización, ¿qué nos falta, en qué radica nuestra anomalía democrática?

Pues nos falta, precisamente, una ética colectiva que incorpore la responsabilidad a los atributos de nuestra individualidad. Tenemos que tener confianza en que colectivamente podemos enfrentarnos a problemas y debilidades, y superarlos. Esto implica tener confianza en el otro, en los otros. Esta confianza, actualmente en falta, no puede basarse en una fe filantrópica, sino en un acuerdo de bases éticas sobre obligaciones y responsabilidad individuales básicas para que funcione lo colectivo.

Esta es nuestra transición pendiente. Es una transición social, cultural y política, que hasta ahora nadie ha impulsado, y cuya carencia apunta directamente a los partidos políticos, y su incapacidad para formar ciudadanía. Se dirá que los partidos reflejan la sociedad de la que surgen. Así debe ser, puesto que no somos extraterrestres, pero los partidos, y sus militantes, también debemos ser ciudadanos y formadores de ciudadanos, desde una sensibilidad, perspectiva ideológica o preferencia estilística concretas, que no pueden permanecer indiferentes ante esta anomalía de nuestro funcionamiento democrático.



julio 2014

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