miércoles, 17 de diciembre de 2014

Podemos y la refundación del PSOE

Últimamente estoy adquiriendo cierto complejo de oráculo político, por la mucha gente que me pregunta acerca de temas de actualidad, y, en especial, acerca de mi visión de la incipiente formación política “Podemos”. Por supuesto que estoy agradecido a la gente que confía en mi criterio, o que siente curiosidad por conocer mi opinión, y por ello me he planteado escribir esta entrada en mi blog. Pero, inmediatamente después de este agradecimiento, debo advertir que mi visión no siempre es amable o complaciente con las posiciones de quienes se interesan por ella, lo que me expone a riesgos que asumo, aunque a regañadientes, en aras a mi independencia intelectual, a la que creo deberme por encima de todas las cosas.

Al grano. Vengo observando la evolución política de mi entorno (en todas las escalas) desde una posición que conviene explicar, no solo para los que no me conocen, sino, sobre todo, para los que creen conocerme. Soy militante del PSOE, y me siento tan cómodo perteneciendo a esta organización que representa históricamente los anhelos de modernización del país, como frustrado por observar como la ejecutoria reciente de mi partido lo inhabilita como instrumento de la sociedad para avanzar hacia los fines que lo legitiman.
Desde esta perspectiva, vengo asistiendo a las “novedades” del panorama político con expectación, puesto que todo elemento nuevo puede abrir oportunidades para avanzar en el proyecto político estratégico que todo progresista de nuestro país debería reconocer.

Precisamente la actitud crítica hacia mi organización me permite identificar cuáles serían los elementos de novedad necesarios para avanzar en los objetivos de ese proyecto.

En primer lugar, convendría reconocer que el objetivo político básico, esencial, irrenunciable, y actualmente en falta, en nuestro país, es la formación de ciudadanos. Sin el empeño en ese propósito, ninguna organización debería merecer el calificativo de “política”. El fomento de los espacios de participación democrática, la gestión de los procesos complejos para que los ciudadanos puedan ser copartícipes de experiencias de éxito, la promoción de actitudes de empoderamiento real, constituyen elementos fundamentales de la política democrática en la actualidad absolutamente desatendidos por los partidos mal llamados políticos, incluido el mío. La ciudadanía es la primera institución democrática, sin la que nada democrático puede construirse.

En segundo lugar, es fundamental devolver el campo semántico de la “política” a la sociedad, y separarlo de todo lo que signifique el ejercicio de funciones delegadas (de gestión, de legislación, de supervisión…). El control democrático de esas funciones delegadas no existe si no es a través de una sociedad empoderada, dueña de la política. La confusión, tan nuestra, entre política y poder, nos condena a la dispersión y a la dependencia. La ruptura de esta confusión es la clave para la formación de ciudadanos. No se avanza en este proceso presentándose a las elecciones y obteniendo votos huecos, sino trabajando en la base social, creando estructuras políticas ciudadanas, fomentando la articulación social y la cohesión en torno a principios, valores y proyectos estratégicos. Los votos que se obtengan a partir de ese trabajo de base estarán, como el arma poética de Gabriel Celaya, cargados de futuro. La política democrática es el antídoto de la deriva oligárquica del poder.

En tercer lugar, el liderazgo debe desplazarse de las personas a los proyectos. Son los propósitos y su gestión los que generan liderazgos, no la fotogenia o la mercadotecnia. Una buena agenda de proyectos es el bagaje de la política democrática progresista. Es la elaboración e implementación de esos proyectos la que tiene capacidad de movilizar, de proporcionar experiencias creativas y estimulantes, la que debe permitir la promoción de nuevos liderazgos y la reafirmación del ejercicio de ciudadanía. El ejercicio político de los ciudadanos genera liderazgos colectivos, liderazgos de proyecto.

Estos tres propósitos vienen, lógicamente, de un diagnóstico de la situación. Mi diagnóstico, tan minoritario que casi lo calificaría de “inédito” es que el fracaso de nuestra transición desde un régimen dictatorial a uno democrático se evidencia en la incapacidad que hemos tenido entre todos de fomentar un posicionamiento ciudadano: no hemos facilitado para la población el entendimiento de cuáles son las claves para relacionarse con el poder en un ambiente democrático. Hemos preferido concurrir al mercado electoral dando por buena la actitud de los electores que recordarles lo mucho que tendrían que trabajar cada uno de ellos para jugar el papel correspondiente en una sociedad avanzada. Este es un fracaso del sistema político, pero, sobre todo y ante todo, es un fracaso colectivo en el que todos tenemos responsabilidades.

Ante esta evidencia caben, básicamente, dos posiciones: creer que esto solo se puede cambiar desde las instituciones públicas, es decir, previo asalto al poder, o creer que esto solo puede cambiarse desde la acción política de base, es decir, mediante el fomento práctico de la cultura democrática. Esto plantea un tema clásico en la izquierda española, que ha resuelto el dilema universal de si el objeto de la política es el acceso a los centros de decisión o el cambio social mediante un posicionamiento “pragmático”: las sociedades solo se cambian desde los boletines oficiales. Posiblemente sea así en sociedades maduras, compuestas por ciudadanos responsables, pero la mezcla de ese supuesto pragmatismo con nuestra inmadurez crónica acaba constituyendo un proyecto colectivo fallido, una democracia hueca.

Como imagino que a estas alturas este discurso les parece “extraterrestre”, voy a intentar reconectarlo con algunas cuestiones de actualidad.

Lo que corresponde con una situación presidida por la oquedad institucional y la proliferación de estructuras escénicas es creer que la política, lejos de ser un atributo de la realidad, pertenece al mundo del espectáculo. La entendemos, y convivimos con ella, como si fuera una teleserie, en la que, además, nos damos el lujo de intervenir en el desenlace (las elecciones), único momento en que ficción y realidad parecen darse la mano; eso sí, en forma de ritual (la votación).

La aparición de Podemos supone un novedad, en tanto que parece haber un guionista de nuestra teleserie que tiene capacidad de introducir nuevos elementos sin que medie nuestra decisión electoral. Este guionista es la quiebra de la confianza en un “contrato social” no explícito, que ha articulado nuestra convivencia desde la transición: la promesa de que el esfuerzo, el trabajo y el talento tendrían recompensa social. Cuando la situación de dificultad económica nos ha expuesto en nuestras miserias, y ha dejado palmariamente de manifiesto que ese contrato era tan hueco como todo lo demás, una parte de la sociedad, trabajadores y clases medias empobrecidas, ha dirigido su mirada hacia la política buscando causa y remedio de esta situación. La causa la han encontrado: un sistema político entregado a las oligarquías, tolerante con los abusos de los poderosos y poco sensible al sufrimiento de los débiles. Y andan buscando remedio, y ahí es donde tiene sentido el surgimiento y aparente fulgor de Podemos.

Lo curioso del asunto es que la deriva oligárquica del sistema político es una consecuencia directa del absentismo de la política democrática de estos sectores sociales que ahora se sienten traicionados y deciden irrumpir desairadamente en una escena política a cuya oquedad tanto han contribuido con su pasividad anterior.

¿Porqué no han optado por habitar las estructuras democráticas y gobernarlas hacia la virtud, en vez de contribuir a su deterioro con una autoexclusión que ahora se torna irrupción abrupta (superación del régimen del 78, nuevo proceso constituyente…)?

¿El régimen es perverso por su diseño o por la deriva oligárquica producida por la oquedad de sus instituciones, por el absentismo ciudadano de la vida política?

¿Cambiando el diseño del régimen obtendremos ciudadanos comprometidos y responsables, o ni siquiera serán necesarios porque la virtud estará en el diseño del nuevo régimen?

Los que militamos en una organización política como el PSOE desde una perspectiva progresista radical, como una expresión de nuestro compromiso ciudadano, hemos visto con impotencia como nuestra organización iba siendo absorbida por una oligarquía interna poco respetuosa con el juego democrático, reduciendo a la marginalidad a aquellos que cuestionábamos críticamente los “dogmas” recientes en torno a los que se creaban los liderazgos (ganar elecciones como única finalidad de la acción política). Al tiempo que asumíamos nuestra marginalidad interna, veíamos como nuestra militancia era despreciada y ridiculizada por una sociedad predemocrática o tardofeudal, que no concibe el compromiso y la necesidad de habitar los espacios democráticos. Muchos hemos intuido que nuestra posición en nuestro partido era marginal solo en la medida del absentismo de todos los progresistas que permanecían ajenos a la dinámica política de los partidos y degustaban la política como espectáculo, a través de los medios. Son los mismos que ahora nos acusan de ser una casta y nos desprecian como los causantes de nuestros problemas sociales,  y que han decidido que la nueva forma de hacer política consiste en que les votemos. ¿Dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité?

La cuestión es que, de una manera previsible, parte de la militancia crítica del PSOE se siente atraída por las formaciones políticas emergentes, y, desde luego, lo que ha sido el soporte social clásico de las opciones progresistas considera la posibilidad de apoyar a estos grupos, y, en especial, a tenor de las encuestas, a Podemos. Si a ello le añadimos que los dirigentes de Podemos han llegado a la conclusión de que para ganar elecciones hay que ser socialdemócratas, nos encontramos con un hecho singular, insólito, y muy interesante en nuestra escena política: Podemos es la refundación del PSOE.

Nunca he pensado en la política como espectáculo o perteneciente al mundo de la ficción, nunca me he considerado “hooligan” de ninguna sigla, y me considero solo vinculado por mis convicciones y por mi identidad intelectual. Me parece que la herramienta o plataforma política que se utiliza no es tan importante como tener una actitud crítica y no perder de vista los objetivos de una agenda política progresista a medida de las necesidades del país. Toda mi comprensión para quienes en la búsqueda de ese propósito, lícito y necesario, toman la difícil decisión de abandonar la militancia en una organización y se comprometen en nuevas plataformas.


Pero a mí ya me pilla un poco mayor, y he decidido seguir trabajando en mi organización, el PSOE, e intentar fortalecerla en su dinámica democrática para que vuelva a ser útil a la sociedad en el inacabado proyecto de modernización del país.

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